Fantasmas de opiniones pasadas y amigos muertos. Había escrito el artículo entero de hoy y, sin embargo, lo he borrado sin miramientos. A veces considero sano hacer eso. La opinión es peligrosa y, además, la mía no es una que considere especialmente importante, así que cuando veo que siento cátedra sobre algo que podría generarme dudas inmediatamente después, borro.
En la cultura de la información que queda para siempre en la red, el mantener una opinión hasta el final ha cobrado una inusitada relevancia. Hay que ser coherente hasta las últimas consecuencias.
Me parece que el no tener claro que cada uno acumula un cierto número de contradicciones, o que la opinión es voluble y puede estar condicionada por millones de elementos que no controlamos son cosas que crean radicales. A mí me fascina que me convenzan, con argumentos inteligentes, de que no tengo razón. No hay nada que me guste más que obligarme a sopesar mi posición. Sospecho que negarse a aceptar una derrota dialéctica se parece mucho al fanatismo.
Me suelo preguntar si este mundo tan radicalizado hacia el que caminamos, en el que no sólo hay que opinar sobre todo, sino que esa opinión tiene que ser tajante, meridiana, sin fisuras y sostenida en el tiempo, es consecuencia de que todo permanezca en internet; de que, gracias a internet, uno no pueda ni morirse tranquilo.
Gracias a los recuerdos de Facebook, esta semana he tenido el gusto de comprobar que, no sólo hay estados míos que tuvieron gran relevancia hace diez años y con los que no estoy de acuerdo, sino que en ocasiones ni siquiera sé qué quería decir con aquello que parecía tan solemne. La opinión es peligrosa si permanece. Incluso si dejase por escrito aquí algo que hoy creyera cierto con total claridad, querría conservar mi derecho a pensar lo contrario en el futuro. Eso, me parece a mí, es ser humano: evolucionar, modificar, matizar lo que uno siente y piensa; admitir que se ha estado equivocado.
Gracias a los recuerdos de Facebook, también, he tenido el disgusto de comprobar que, como decía arriba, uno puede no morirse nunca en internet. Me di cuenta de que una fotografía de hace doce años seguía etiquetada con el perfil activo de un amigo que murió hace seis. Eso, quizá, es lo más parecido a un fantasma que pueda proporcionar la red: un perfil inactivo desde que la vida del que lo llevaba se extinguió, pero que nadie se ocupó de cerrar. Me imaginé la red social como un enorme cementerio virtual con tumbitas en forma de fotografía de perfil sin actualizar, estados macarrónicos que no lo fueron en su momento, cumpleaños felicitados por esa gente que felicita de forma automática hasta los años que no se cumplen desde que el dueño del perfil murió. Sinceramente, sentí un vértigo terrible, como si alguien en alguna parte estuviera violentando el derecho al olvido de todos aquellos que ya no están y que, ahora, se pasean por las páginas de la red como almas en pena.
Primera Sangre – María Zaragoza