Estoy segura de que el entusiasmo, así como la falta de él, es contagioso. Últimamente digo mucho que yo ya sólo quiero trabajar con entusiastas, cosa que a la gente le hace mucha gracia, pero que en realidad esconde algo mucho más primitivo y profundo: ya me siento vieja para algunas cosas.
Siempre me he caracterizado por ser una persona con mucha energía, tranquila, es cierto, pero con gran capacidad para hacer mucho y para arrancar proyectos con otros —amo trabajar en equipo—; para tirar del carro, en resumen. Me he percatado de que he pasado muchísimas horas de mi vida «persiguiendo» a la gente. Sobre todo persiguiendo a personas con talento, con el fin de que lo desarrollen, dándoles una voto de confianza porque jamás he soportado que las capacidades potenciales se desperdicien. Sin embargo, al pasar los cuarenta, he ido retirando mi fe, mi energía y mi capacidad de persecución de muchas de esas personas. He pasado lo que seguramente será la mitad de mi vida queriendo que los demás brillen y, de repente, he aceptado que hay gente que nunca va a aprovechar las oportunidades, gente que prefiere soñar qué podría haber sido en vez de intentarlo, gente que tiene miedo. Lo he aceptado porque ya no tengo energía para, no sólo aportar mi entusiasmo, sino para pelear contra la falta de entusiasmo del de enfrente.
Eso es lo que no se ve: las personas que se entusiasman, hacen crecer el entusiasmo; las que no, devoran la energía y las ganas de los demás. A estas alturas, puedo aportar mi entusiasmo, pero sólo si lo hacen crecer o, al menos, no lo merman. No tengo tiempo para más.
Hace años me hizo daño una parodia que hablaba de esa gente que ve pasar la vida, que hace todo «porque toca», que no elige sino que se deja llevar, que vive, sin vivir realmente, en la conformidad de la pareja que no es incómoda, el barrio que no está mal, el trabajo que sólo tiene la finalidad de llenar la cuenta. No sabía por qué me dolía, pero sí que sentía el impulso irracional de salvar a aquellos actores de esa existencia inane que estaban retratando tan fielmente.
Ahora me pregunto si toda esa presión social para desestimar como inútiles las artes y las humanidades, que progresivamente nos ha inundado hasta hoy en día, no hará que muchos entusiastas de ellas acaben atrapados en esa parodia que me resultó tan angustiosa como desconcertante. También me pregunto si no tendré yo que aceptarlo porque contra todo no se puede luchar todo el tiempo. Y no, no digo que uno no pueda entusiasmarse con una ingeniería. No me preocupan los entusiastas de la ingeniería, ellos no tendrán problema y estarán satisfechos con su vida. Me preocupan los entusiastas del latín que estudiarán una ingeniería por presión social, o los futuros informáticos que deberían estar tocando la viola de gamba, que serán infelices y harán, sin duda, infelices a los demás.