María Zaragoza | Los Lectores 31/01/2022
 
 
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A menudo se emplean frases que comienzan con «hay dos clases de personas» para simplificar el mundo, supongo, aunque últimamente tengo la sensación de que, incluso sin formular ese inicio infausto, se piensa así —y se fomenta ese pensamiento— para favorecer los enfrentamientos.
Soy suspicaz por naturaleza. Una vez, en la presentación de un libro, me dijeron: «Tú siempre te lo cuestionas todo, ¿no?». Es verdad, lo cuestiono todo. Y, si no lo hago, sospecho que me la están colando. Creo que la vida es compleja, que todo está en las preguntas y casi nada en las respuestas. Mucho menos si estas son simples. La vida ocurre en los grises porque los seres humanos no somos de blancos y negros, aunque nos intenten convencer de ello. No somos una sola cosa, sino que estamos compuestos por millones de sutiles incongruencias. La empatía con las incongruencias del de enfrente seguramente mejoraría el mundo, pero no parece que eso vaya a ocurrir. Ahora mismo, lo que se lleva, es fingir coherencia y enfrentarse a todo lo demás.

Casi siempre, ante algo que me hace levantar la ceja, lo primero que me pregunto es quién se beneficia. ¿Quién puede beneficiarse de esta exaltación de la propia forma de ver las cosas tan excluyente?

Pensemos con detenimiento y cojamos un tema al azar: la maternidad, por ejemplo. La primera brecha está entre la gente que quiere ser madre y la que no. Las que no, tienden a justificarse ante ataques de egoísmo e inmadurez. Las que sí, tienen que enfrentarse a las opiniones no solicitadas, incluidas aquellas que definen su elección como si fuera de una época pretérita en la que la mujer sólo era considerada con ese fin. Luego llegará la guerra por el tipo de alimentación —pecho o biberón— y, si se ha elegido el pecho, la guerra sobre cuándo retirárselo. Si el niño debe dormir o no con los padres. Si se le debe atender enseguida o dejarlo llorar. Si es mejor tener otro o no... y el niño todavía ni habla ni anda. Traslademos esto a cada elección de la vida, a cómo cada uno se ve obligado a defenderse como si no hubiera alternativas, quizá mejores. El tener que justificarnos ante el juicio ajeno es terrorífico y, desde que tanta gente muestra públicamente su intimidad, una constante de la que es muy difícil huir.

¿Pero quién se beneficia de que estemos divididos? Tiendo a pensar que los que de verdad dirigen el cotarro se divierten y comen palomitas mientras nos ven pegarnos entre nosotros, incapaces de organizarnos por un bien común que los cuestione, porque estamos demasiado ocupados en cuestionarnos entre nosotros. Lo peor del asunto no es que todos caigamos más o menos en ello, que sí, sino que muchas veces eso que cuestionamos, eso por lo que nos peleamos es una sutileza, una minucia, una estupidez al fin y al cabo, una nimiedad que, si nos detuviéramos a pensarlo, nos resultaría poco más que ridícula y vana.