María Zaragoza | Los Lectores 12/09/2022
 
 
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Esta semana cumplo cuarenta. Cumplir años siempre me pone reflexiva, y he estado estos días haciendo repaso vital y de las conclusiones más relevantes a las que he llegado.

Me he fijado, por ejemplo, en que las cosas que me dan miedo han ido cambiando. Cuando era pequeña tenía miedo a la muerte, porque su descubrimiento súbito me supuso un trauma. No hubo pensamiento mágico ni religión capaz de terminar con el horror a desaparecer. A los siete u ocho años comprendí que aquello significaba estar y después no estar, y a esa inmensidad, al no estar de forma continuada, no había consuelo posible. Por lo que sea, eso se me pasó y, de hecho, en algún momento perdí por completo el interés por permanecer. Imagino que ambas cosas están relacionadas y que el hecho de que me pudieran leer dentro de cien años no me consolaría de no poder estar ahí para verlo. Luego tuve miedo a la soledad. Estar sola era lo que más me aterrorizaba en este mundo y hubiese hecho pactos de cualquier tipo que condenasen a alguien, a quien sea, a acompañarme de por vida. Una adolescencia compleja la mía.

Finalmente, tuve miedo de la locura. Volverme loca me parecía un destino no tan distante, y no sabía qué sería de mí si perdía el contacto con la realidad. Supongo que este es el miedo, de todos, que más parejo resulta con el único miedo que desde siempre he tenido y que no se pasa con nada: perder mi identidad. Es por eso que, a pesar de que me encanta el género de terror, no me gustan las historias de posesiones ni de zombis. Al fin y al cabo, tienen en común la pérdida incidental de control sobre el yo. Cualquier cosa que hiciera que me diluyese sin poder remediarlo me aterra. La locura, en esos años que me parecía una amenaza cercana, se me aparecía como una pérdida progresiva de lo que soy, supongo que porque me gusta pensar que soy sensata.

Sin embargo, últimamente dos miedos se han terminado por comer a todos los demás. A día de hoy me aterra el dolor —no creo que necesite más explicación— y la pérdida de la ilusión. Me roba el sueño la idea de convertirme en una pieza de una maquinaria, sin alegría, arrasada por el día a día y sin un detenimiento para el disfrute. Cada vez me fijo más en lo enfadado que parece todo el mundo, en cómo a veces la mayoría de la gente hace las cosas sin ganas y sin emoción, y me da miedo. Me aterroriza que ese trámite sea obligatorio.

Como ya tengo casi cuarenta y soy mujer, por supuesto me han llegado las acusaciones de inmadurez por no tener hijos. Confieso que en secreto me siento más reconfortada que ofendida por ello, sea verdad o no. Me parece que conservar la mirada de niña me está ayudando a sobrevivir en este mundo apocalíptico que nos ha tocado.

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