Por desgracia entiendo a Casandra, la troyana, cada día más. Por desgracia, también, me pasa algo terrible, terrorífico, cuando veo venir algo con todas las de la ley y, después, se cumple: me paralizo, me quedo en la indecisión, en no saber qué hacer al respecto.
Un ejemplo es lo que me pasó hace no mucho con una amiga que me pidió específicamente algo en lo que yo hacía de intermediaria. Desde el mismo momento en que lo mencionó, supe que iba a salir mal, no porque tuviera ninguna pista al respecto, sino como un pálpito de agorera. Meses me tiré insistiendo, por favor, en que estuvieran súper pendientes de que eso en concreto estuviera bien hecho porque si no iba a haber un cabreo monumental. Me aseguraron que todo estaría correcto y, por supuesto, todo falló. Yo iba viendo el desastre acontecer ante mis ojos completamente paralizada. Supuestamente debería haberme cabreado muchísimo, pero ni siquiera podía, no tenía capacidad de reacción. Mi amiga no se sintió apoyada, pero cómo explicar, cómo hacer ver que el hecho de que se cumpliera, a pesar de mi insistencia, exactamente lo que ella no quería que pasara me dejaba en estado de shock.
Esto, por supuesto, es una frivolidad, pero me sirve para poneros en situación, porque a gran escala me ha pasado con lo de Gaza.
A la semana de ocurrir lo del ataque del 7-O de Hamas yo estaba en un acto y se me ocurrió decir lo que pensaba (y me angustiaba): que iba a servir de excusa para exterminar a la población de Gaza, que era algo que se llevaba buscando desde hacía años. Me lo podría haber ahorrado, porque de inmediato me comí una buena bronca a cuenta del derecho de Israel a defenderse y casi salí con una pegatina de antisemita pegada en la frente. El caso es que no sé por qué abrí la boca, pero cuando me vienen estos flashes de agorerismo no me consigo callar. Todo, después de ese día, ha sido un no parar de darme la razón. Creo que me paralizo porque nada, ninguna reacción, puede equipararse al deseo frustrado de haberme equivocado. Se parece mucho a una pesadilla que se vuelve real y conmociona. Nada que se pueda decir o hacer me parece a la altura de cómo me siento por dentro. Espero que aquellos que me echaron la bronca ese día se hayan dado cuenta de que matar de hambre a niños no es algo que pueda justificarse de manera alguna, pero ojalá la que hubiera tenido que tragarse la lengua hubiera sido yo. Pocas veces espero lo peor, pero es en esas ocasiones cuando detesto tener razón.
A partir de ahí he visto muchas manifestaciones en redes sociales y casi todas me hacían sentir terrible. Ojalá no me sintiera como una imbécil compartiendo una sandía en apoyo a Gaza, pero es como me siento. Querría haber dicho más cosas, ser más contundente, pero me parece tan horrible que me siento ridícula diciendo cualquier tontería en redes sociales. Me he manifestado en otros formatos, pero poner una sandía limpia y preciosa como representación de un lugar donde muere gente de hambre, no sé, no estoy capacitada y, de verdad, no lo juzgo, ojalá lo estuviera.
El horror está pasando ante nuestros ojos y espero que nuestros descendientes se avergüencen de nosotros como nosotros nos hemos avergonzado de los que permitieron cosas semejantes hace como un siglo. Ninguna de mis reacciones posibles en una red social me parece a la altura de la indignación, el espanto y el asco que siento, multiplicados todos por haberlo visto venir. También quería escribir este artículo desde hace meses, y todo lo que me salía me parecía una estupidez irracional y llevada por las emociones en comparación con lo enorme que es esta barbaridad. Supongo, en cualquier caso, que aunque esto sea una tontería, es mi tontería, y que hay que asumir que una tontería a veces vale mucho más que el silencio. Pocas veces ocurre, pero todas son importantes.