Quiero pensar que, después de todo, la gente acaba teniendo sensatez. Quiero pensar que, durante un rato, la crispación puede tener su gracia como entretenimiento —mejor televisivo que político—, pero que, en un momento dado, las personas se cansan de los gritos, las puñaladas traperas y los mensajes confusos, vacíos y repetitivos. Los mensajes hechos para no reflexionar acaban pudriéndose y desapareciendo; elijo creerlo.
Quiero pensar que lo que prima en la sociedad es la empatía y que, aunque a veces tarde en salir, cuando lo hace, nada la frena. Soy de las que lloran en los aplausos colectivos de reconocimiento, de las que lloran en las manifestaciones en contra de cualquier injusticia, soy de las que lloran cuando la colectividad se une con un solo espíritu para reclamar el bien. Pasa, esto pasa a veces. Quizá menos de las que debería pasar, pero ocurre, y eso es esperanzador.
La chulería, la mofa y las actitudes de abusón son algo que, al principio, puede parecer divertido y hasta rompedor; incluso puedo respetar a la gente que teme esas formas y se mete bajo el paraguas del que aparenta ser más fuerte. Sin embargo, pienso que, con el tiempo, debe primar la cordura y que esas maneras despectivas y agresivas tienen que pasar de moda. Siento que es necesario que se agote el chiste del que más grita. Me niego a pensar que los violentos son los que ganan. Me niego a aceptar que el que más insulta es el que queda por encima.
Los que imponen por la fuerza y niegan el diálogo deben ser ninguneados por la masa, porque, en el fondo, es a la masa a la que temen. Ese grupo de personas que componemos el mundo y que tenemos un corazón y un cerebro hechos para ser usados podemos asfixiar los gritos y los golpes en la mesa, y eso, a alguien que sólo conoce la fuerza bruta y el matonismo, le da mucho miedo.
Por mi experiencia como niña rara, diré que lo que hizo que no sufriera un acoso apabullante fue que nunca mostré miedo. Eso y que, más allá de los lugares donde podrían haberme acosado, tenía amigos. Sabía, porque me lo habían dicho en La bola de cristal cuando era pequeña, que sola a lo mejor no podía, pero que con amigos sí. Eso siempre me ha dado tranquilidad.
Al igual que da mucho miedo lo que aprendí más tarde, que en los grupos la responsabilidad se divide hasta casi extinguirse, sigo teniendo fe en el espíritu colectivo que ha conseguido que el ser humano evolucionara por encima de otras especies que seguramente eran más fuertes. Nuestro triunfo siempre ha sido lo social y colaborativo, por eso creo que los individualistas, y más todavía los individualistas chillones, los abusones, los matones, pueden tener su espacio y su tiempo, pero pasan de moda tarde o temprano y la historia los juzga. Lo irreparable es la cantidad ingente de destrozos que hacen por el camino.