He hablado mucho estos días de la pérdida de la empatía y de lo peligroso que resulta no tener la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Siento que, en el fondo, es una capacidad colectiva que deberíamos conservar. El ser humano es gregario, su primer impulso es integrarse en la manada y cuidar de ella.
¿Qué ha ocurrido? ¿Es acaso el exceso de información constante el que ha vuelto estúpido a nuestro instinto de conservación del grupo? Siempre he pensado que los grupos son menos inteligentes que los individuos, porque la responsabilidad se reparte en lo colectivo, y quizá sirva eso también para la inteligencia emocional, para aquello que nos conecta con los otros. Puede que la especificidad que da la polarización haya mutilado nuestra empatía.
Nos movemos en grupos cada vez más cerrados, donde nuestras ideas preconcebidas se ven reforzadas y no encuentran más enfrentamiento que el de las otras burbujas de pensamiento, donde otros individuos también viven aislados con sus compañeros de idéntica ideología. Así nos imagino, en grupos, dentro de esas pelotas gigantes en las que uno puede meterse como si fuera un hámster.
Imagino esas pelotas llenas de gente chocando entre ellas, a esa gente gritando a los de la pelota opuesta, pero el plástico no deja pasar el sonido, ni por lo tanto la información que permitiría que esas dos pelotas se comunicasen y, así, los individuos que las forman pudieran escucharse y quizá empatizar. Es una metáfora muy burda de nuestra realidad pero, sinceramente, es lo que me imagino y, si no, no me explico muchas cosas que suceden a diario, que me cuenta la gente con la que hablo, que veo o leo en las noticias. Eso visualizo: pelotas gigantes que no nos dejan conectar con la otredad diferenciada. Así las cosas, los de la pelota que choca con nosotros sólo nos puede parecer una amenaza.
Hace poco recordé al enorme Antonio Gasset, una de esas personas que me hizo amar el cine como lo amo, junto a un puñado de directores, mi abuela que siempre me dejaba ver todas las películas y el del videoclub de mi pueblo. Le debo a Gasset una buena falta de sueño, un completo desprejuicio a la hora de formar mi opinión cinematográfica y una cuenta pendiente con la Berlinale, pero eso es otra historia. El caso es que señalé, quizá el día que se murió, que entre sus maravillosos pasos a publicidad o cierre de programa, un día dijo: «Vuestra opinión es sagrada y la contraria también».
Viene a ser la forma más sencilla de aquello que nunca dijo Voltaire, sino la escritora Evelyn Beatrice Hall: «No estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi vida el derecho a decirlo». El caso es que sin la posibilidad de escuchar al otro y de ponerse en su lugar, ni la señora Hall a la que robaron su frase, ni el gran Gasset podrían tener razón. Necesitamos que la tengan por pura supervivencia.
María Zaragoza – Primera Sangre