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La fama cuesta

María Zaragoza

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Hace unos días tuve unos encuentros con niños que estaban leyendo Baba Yagá. En general, debo admitir que los grupos grandes de niños tienden a desarmarme y no sé muy bien qué contarles que pudiera parecerles interesante. Me manejo bien a partir de cierta edad, pero siento en lo más profundo que los aburro si son más pequeños. Estos eran menores de lo que suelo enfrentar cómoda. Sin embargo, fue muy bien, hicieron muchas preguntas y quedé muy satisfecha.

A pesar de ello, hubo una cosa que me sorprendió y que es la que hoy traigo aquí: me hacían muchas preguntas sobre la fama. Si era famosa, si me reconocían por la calle, que cuál era mi libro más famoso… La verdad es que acabé diciendo, no sé si de forma que ellos pudieran entender, que no sólo no soy famosa, sino que no lo quiero. La fama me parece terrible.

Cuando era pequeña no sentía que los famosos fueran especiales. A decir verdad sólo me parecían especiales los artificiosos, generalmente ya muy ancianos o incluso fallecidos, que poblaban las películas del Hollywood clásico. Creo que me parecían especiales porque era la máscara lo que me fascinaba: esos peinados que nunca se despeinaban aunque bailasen, se besasen, dispararan; esa ropa brillante y casi siempre inadecuada para las ocasiones que nunca se manchaba; esas miradas al vacío sin venir a cuento. Era un cuento hecho de irrealidad, quizá como ahora muchos perfiles de IG, pero menos confuso. Eran los personajes los que vivían: Gilda, Ninotchka, esa inocente vecina rubia que se convertía en el objeto de deseo de un cuarentón en crisis. Los famosos, es decir, los actores no eran otra cosa que personas como yo, con sus imperfecciones y su derecho a tenerlas.

Me equivocaba: no tenían derecho. Años después sabría que firmaban un compromiso de moralidad con los estudios. No sólo tenían que parecer irreales y perfectos, sino serlo. Cuando lo supe me pareció horrible, ¿pero acaso no es eso la fama? ¿No es una persecución constante? ¿En serio a alguien le parece un buen precio a pagar? ¿Por qué se pinta la fama como algo apetecible cuando en realidad es una renuncia a algo tan fundamental como la vida propia? ¿Pone la fama precio a la libertad? ¿Y cuál es el correcto? ¿Unos millones? ¿Unyate? No encuentro cuál pudiera ser mi precio para que me pareciese deseable, honestamente. Les dije a los niños que, afortunadamente, los escritores no solemos ser famosos.

Unos días después, descubrí que aquellos compromisos de moralidad que firmaban aquellas rutilantes estrellas de la pantalla han vuelto, sólo que ahora son las editoriales estadounidenses las que hacen a los escritores firmarlas. En un mundo en que un tweet puede costar una carrera, una clausula que previene del escándalo al poderoso y desprotege al creativo. Entonces había un código que reprobaba que las actrices tuviesen relaciones extramaritales u homosexuales. ¿Cuál será el código para los escritores actuales? ¿Lo hubieran podido superar Hemingway, Capote o Burroughs?

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