Centelleaban en lo alto brillantes pegasos atravesando el cielo, adentro miraban los ojos las pantallas iluminadas con nombres de países; de pie, estáticas figuras aguardaban la hora de salir a su destino. Se cerraban los besos en las horas, deambulaban, perdidos por largas terminales, T1, T2, la T3…Olía a carburante las salas y parecía que la prisa corría detrás de los relojes sin alcanzarlos nunca. Se reflejaba en los rostros el miedo, mezclado de impaciencia, con la tristeza contenida hasta marginar la memoria de mostrar sentimientos.
Asomadas a la noche de reyes: no soñaban, se asían a las escaleras metálicas, al ciego desarraigo de ser apátridas, hombres y mujeres de mil razas. Pasaban arrastrando maletas. Caía el cinco de enero, soñoliento, sobre llantos de niños muy pequeños, cansados de estar en mitad de la noche en mitad de la nada de cualquier aeropuerto. Luego apenas unos instantes desaparecían por el arco del triunfo, después de haber sido revisados minuciosamente. Afuera los autobuses de los hoteles llegaban descargando pasajeros y se volvían a marchar para recoger a otros cuantos que debían volar en otros vuelos.
Los taxistas esperaban pacientes, y en un saco de dormir, arrebujado y semiescondido, dormía una persona en el ángulo de un recoveco del aeropuerto. Era una noche de reyes diferente, donde los que se quedaban y los que marchaban, pedían sin palabras, el regalo de llegar bien a casa. Nos han diseñado la felicidad vendiéndonos el placer de viajar y perdernos a lo lejos. Nos ha urgido que haya que irse lejos de los nuestros, perder la identidad y el consuelo de sentirnos queridos y estrechados entre los abrazos y los besos de los que nos amaron, y buscamos el humo de un milagro vagando sin cesar por aeropuertos donde la vida se escapa y no regresa, aunque en lo infinito del corazón sabemos que el precio de buscar otros horizontes es el sufrimiento.
Rebosaban las salas del aeropuerto de Adolfo Suarez Madrid Barajas de gente, y el reloj marcaba las cinco de una madrugada llena de sinsabores. Casi todos los que se marchaban eran jóvenes: solos y en compañía, con pareja y sin nadie, con niños y algunos sin ellos… Todos esconden su tristeza tanteando salir del descalabro de no encontrar trabajo. Todos parten con la desilusión y los que quedamos viéndoles partir, tememos que no vuelvan.
¿Quién puede predecir el futuro y asegure que regresarán? Nadie. Supongo que los que viajan por placer no conocen el color acido de la amargura de viajar sin fecha de regreso. Supongo que no es lo mismo viajar a Berlín, a Londres, a París y a Bélgica o América, México o Canadá en busca de experiencias lúdicas que los que en la mochila llevan encontrar un futuro que aquí se les ha raptado, porque no por otro motivo se nos van nuestros jóvenes. El tiempo juzgará estas décadas y cuando lo haga dolerá la sangría de perder a tantos hijos desperdigados por el mundo. La cabalgata de reyes se fue rauda por los cielos y el regalo ha sido que cada uno de ellos llegue bien a su destino. Eso es lo que importa porque el dolor al fin y al cabo es invisible.
Natividad Cepeda