Gracias, por tanto, también al alcalde, Diego Ortega, y a la corporación municipal que han tenido tan merecida deferencia para quien otrora, durante el franquismo, fuera alcalde de Alcázar (1964-1979), sucediendo a José María Aparicio que legítimamente goza, como otros alcaldes del franquismo, de una calle en nuestro pueblo. En mi opinión, hubiera sido preferible en vida de los homenajeados: habrían podido saborear el reconocimiento de sus paisanos a su labor. Así lo propuse, para Eugenio Molina, a los regidores municipales siempre que tuve la oportunidad de hacerlo. Aun lamentando la tardanza, me alegro que al fin haya llegado esta celebración.
Cuando yo era niño, Eugenio Molina vivía en la calle Calderón de la Barca, perpendicular a la del Salitre donde vivíamos nosotros. Camino de la escuela, junto con mis hermanos, veíamos con frecuencia a D. Eugenio en su bicicleta negra Orbea camino también de la misma escuela: el Colegio Cervantes, que había establecido en Alcázar un maestro socialista y republicano, D. José Candel, desterrado de Blanca (Murcia), desposeído de su condición de maestro nacional en la ominosa depuración sufrida por maestros, profesores y catedráticos sospechosos, no sin justificados motivos, de desafección al régimen del general Franco impuesto por la fuerza. Por entonces, Eugenio Molina ya era falangista – siempre lo fue; no franquista, que es otra cosa – como podía constatarse por su vestimenta ocasional. Nació justamente en 1931, con la etiqueta republicana dolorosamente efímera a la que volvía España desde la, aún más efímera, República de 1873. Nosotros, niños del franquismo, nos enteramos años más tarde del significado de la boina roja, la camisa azul y los negros y relucientes correajes; y el de las chaquetas blancas y corbatas negras lucidas con pomposidad en las fiestas y actos patrióticos. También en el Nodo y en la prensa veíamos con ese atuendo a personajes tan relevantes como Adolfo Suárez, en su condición de Secretario General del Movimiento, homenajeado a su muerte, entre otras acciones, con la imposición de su nombre al aeropuerto de Madrid Barajas. Creo que con merecimiento.
Mi reconocimiento a Eugenio Molina es doble: personal y como paisano. Obviamente no es motivo de celebración popular por aquello que le estoy personalmente agradecido, sí por lo que debemos agradecerle los alcazareños. No repetiré lo que el alcalde y otros han dicho y escrito, me referiré a su labor por la difusión de los saberes y la cultura. De lo personal, decir, para evitar maliciosas interpretaciones, que corresponde a su intervención en las concesiones de becas municipales, que otros recibieron también, y todos creo que con acreditada justificación como hemos ido demostrando cada cual; a su ayuda en los estudios de magisterio en la Cervantes, de los que rendíamos cuentas, con bastante éxito, en la Normal de Ciudad Real; y sobre todo por las facilidades que me dio para la consulta de libros y revistas con noticias científicas en la Biblioteca Pública Municipal que dirigió desde su inauguración en 1954, siendo ya teniente de alcalde con Tomás Quintanilla, ayudado por Oriano Tejera y Gregorio Ramos, tan generosos y eficaces en su desempeño. También a la correspondencia puntual que mantuve con él en momentos cruciales (mi alistamiento a la Legión; mi vida y trabajo como maestro rural; la súbita y trágica muerte de Matilde, mi mujer; la finalización de la licenciatura y el doctorado en Físicas; las estancias en el extranjero; el acceso a la cátedra…) donde muestra su noble condición humana, su comprensión hacia los demás y, sobre todo, su permanente exaltación de Alcázar y el compromiso con sus gentes.
Comportamiento ejemplar desde las discrepancias que nos definían y diferenciaban. Cuando cumplí 20 años me propuso incorporarme a una concejalía centrada en la juventud que, obviamente, no podía aceptar porque mis raíces ideológicas estaban, y están, arraigadas en la honestidad de mi padre, encarcelado sin fundamentos jurídicos como tantos otros, y en la capacidad luchadora de mi madre frente a la arrogancia y abusos de los vencedores. Él lo sabía. Sí acepté, por sugerencia y mediación suya, publicar en Lanza un artículo – “Tener veinte años” – como reflexión sobre el poder regenerador de la juventud estudiosa, trabajadora y respetuosa. Hubo momentos tensos en nuestra relación, por ejemplo, cuando siendo maestro en Cinco Casas promoví una protesta por la escasa dotación de bombonas de butano para la calefacción en las escuelas. Tuve que asistir a algunos plenos municipales: se duplicó el número de bombonas. Supo también Eugenio Molina que no me empadroné en Madrid, viviendo allí, hasta poder votar en 1979 al primer alcalde socialista de Alcázar. Y no me dio la espalda. Tampoco me felicitó.
No era culto, como es propio lamentablemente salvo raras excepciones en la clase o casta política de los año 40 para acá. La vulgarización y teatralidad con que se producen las exhibiciones políticas favorecen la incultura y la despreocupación por los efectos en la ciudadanía. Pero no era ignorante, algunos, además, lo son: sabía que la educación y la cultura son esenciales para el progreso de los pueblos. Procuró ser buen maestro, y lo consiguió.
Como pude comprobar en mis inicios en la actividad docente, sin ser todavía maestro, echándole una mano en las clases preparatorias para el ingreso en el Bachillerato en la Cervantes. Desde sus sucesivos puestos en la política municipal, que practicó como una ocupación sin ánimo de lucro, fomentó la cultura con altruismo, perseverancia y acierto. También el deporte, aglutinando en torno suyo a jóvenes que llegó a entusiasmar con el baloncesto. Recuerdo las reuniones preparatorias de entrenamientos y partidos en la Biblioteca, cumplido el horario de atención al público. Desde la Biblioteca se hizo una difusión cultural sin precedentes, inéditas hasta entonces y difícilmente superables. Ahí están, en el Boletín Municipal, las estadísticas de lectores. Baste alguna muestra: en el primer trimestre de 1964 acudieron 10595 lectores; en marzo y abril de 1976, 13824. Los números corresponden a los lectores en sala y a los que, como socios y en préstamo, se llevaban los libros a casa.
A esta exitosa campaña por el fomento de la lectura, hay que añadir la “lucha contra el Analfabetismo”, iniciada en 1956, años antes que las campañas nacionales y regladas emprendidas por el Ministerio de Educación (1963), y los Ciclos de Conferencias del Aula de Cultura a partir de 1955, organizados ambos por Eugenio Molina desde la Delegación Local del Movimiento. Por allí pasaron los más dispares conferenciantes, de toda condición ideológica, confesional, académica, periodística y profesional. Bueno sería dedicar un estudio a esta acción cultural. A cambio de sus intervenciones “cobraban” en especies: los gastos de transporte y estancia, una docena de tortas de Alcázar, un queso y una botella de vino. Para mí fue muy estimulante, como colaborador en aquella actividad, conocer a gentes tan ilustres, dominadoras de los saberes en sus ámbitos y partícipes sin reparos en el “color” del convocante. Recuerdo muchas, pero destaco la elocuente y sabia exposición sobre pintura del psiquiatra alcazareño Román Alberca (1903-1967), pensionado para estudiar en el extranjero por la Junta para la Ampliación de Estudios, presidida por Cajal, heredera de la progresista, liberal y masónica Institución Libre de Enseñanza, en cuya creación (1876) tuvo que ver nuestro paisano Tomás Tapia. En 1969, Alberca fue nombrado Hijo Predilecto y se erigió, por suscripción popular, un busto en el recién inaugurado hospital que llevó su nombre.
Otras promociones e iniciativas culturales fueron: el Centro de Estudios Alcazareños, editor de la revista Noria sobre nuestra historia local; el Museo Fray Juan Cobos donde se exhibieron los mosaicos romanos; el cine-club Alces; representaciones teatrales como “Divinas palabras” de Valle Inclán, “Fuera es de noche”, del actor preferido de Berlanga, Luis Escobar, “Madre coraje y sus hijos” de Bertolt Brecht, “Una tal Dulcinea”, de Alfonso Paso; actuaciones del Conservatorio Nacional de Arte Dramático de París, donde era profesora de español Josita Hernán; Festivales Internacionales de la Canción de Primavera; Exposiciones Regionales de Arte con motivo de la feria del Rosario; exposiciones varias en colaboración con la embajada americana, la oficina de turismo austriaca y otras realizaciones que sería prolijo enumerar. Eugenio Molina era el alcalde.
Fue consentidor, a regañadientes pero sin obstaculizarlos, de los actos públicos que desde la Tertulia poética “Jarra de Zurra” protagonizamos, a veces, confrontándonos con las celebraciones municipales de la Canción de Primavera. Testimonios hay en Antología 1ª que en 1973 publicamos, Santiago Ramos, Andrés Morillo y yo mismo, ilustrado por José Herreros y José Luis Samper y prologado por Severino Barrio. Del contenido social y reivindicativo de algunos poemas, así como de los homenajes a Miguel Hernández, José Menese o Pablo Picasso, pueden informarse, quienes tenga curiosidad, en la Biblioteca Municipal. Gustosamente dediqué un ejemplar a Eugenio Molina que amablemente me correspondió, aunque obviamente sus ideas y preferencias artística y literarias fueran en otra dirección. Los “santos de su devoción” eran otros. También permitió que la recién inaugurada (1970) Oficina de Información y Turismo fuera el “cuartel general” para la candidatura a la que nos presentamos miembros de “Jarra de Zurra” y otros discrepantes con el régimen a las elecciones a procuradores a Cortes por el tercio familiar en 1971, última legislatura del franquismo. Creo que sacamos varios centenares de votos, pero previamente a las votaciones llegamos a preocupar a las candidaturas oficialistas. Tuvimos – ¡entonces! – ofertas de pactos.
Quizá haya acciones represoras o vandálicas protagonizadas por Eugenio Molina que desconozco. Me gustaría saber cuáles. Reprobables, sí. Como las hay en todos los gobiernos; ahora, también. Esta es una de las causas de la desafección política en que ha caído la sociedad española. No es suficiente etiquetar peyorativamente de franquista por el inexorable hecho de haber nacido, vivido y trabajado en esos años. Rechazo totalmente, por ejemplo, la despectiva calificación de franquista a la educación desarrollada en aquellos tiempos. Me incorporé, por oposición, al llamado magisterio nacional en 1963, donde trabajé hasta pasar a la Universidad Complutense en 1980. Fui maestro en el franquismo. Desempeñando un puesto de responsabilidad en el Ministerio de Educación durante el gobierno Zapatero escuché despropósitos y reproches tales como que “era franquista enseñar de memoria los ríos de España”. ¡Qué estupidez!.
Tanto por lo dicho como por lo que no tengo espacio para decir, manifiesto mi satisfacción desde mi condición de discrepante y amigo de Eugenio Molina, uno de los mejores alcaldes que ha regido nuestro pueblo. Afirmo convencido que se caracterizó por un comportamiento tolerante – sería impropio y excesivo hablar de democrático – muy beneficioso para los alcazareños.
Seamos, pues, cuidadosos con el uso de las etiquetas como armas arrojadizas. Y más aún con los fundamentalismos que inducen a la agresión verbal y física, a la destrucción de iconos patrimoniales que son testimonios de la historia, a la devastación que conlleva la visceralidad. La primera exigencia a cumplir para procurar la convivencia ciudadana es el respeto, soporte del bienestar que exige establecer acuerdos y conjugar desacuerdos. Así se va construyendo la vida y la cultura de los pueblos, que es una riqueza diversa, contraria, participativa, polémica, crítica, educadora, estimulante, instructiva. Por ahí debe caminar el privilegiado y responsable ejercicio de la política democrática. Practiquémoslo.