Y si estas no consiguen influir en, digamos una generalidad, pueden lograrlo, no obstante, en determinados individuos en particular que con su buen o mal hacer son capaces de influir y hasta de impedir que las lecciones de la historia se pierdan definitivamente, garantizando con ello que aún tengamos cierta capacidad de analizar el pasado y aprender la lección.
Y me viene al hilo este pensamiento porque hace unos días podía leer en uno de los principales periódicos de este país un extenso comentario sobre el último ensayo del historiador Timothy Snider, de la universidad de Yale, en el que desde una perspectiva ecológica realiza una reinterpretación del nazismo y del holocausto entendido éste como «solución final». Y ello tan sólo con la intención de advertir de los peligros de volver a situaciones similares si no se adoptan las medidas necesarias en lo que concierne a esta cuestión.
Deduzco que con el pensamiento de Snider se podrá estar de acuerdo o no, pero también que negar las condiciones objetivas en las que basa su análisis constituirían una desvergüenza y un deshonor. Porque lo que viene a poner sobre el tapete el historiador es la realidad de que cada vez estamos más personas sobre la tierra, y no sólo eso, sino que cada vez es mayor el número de habitantes que exigen mayores provisiones de alimentos y garantías de suministro de los mismos con regularidad.
Es bien conocido que la anterior crisis alimenticia de la población se resolvió, tras la II Guerra Mundial, con la denominada «Revolución verde» que multiplicó en una forma sin precedentes los niveles de la producción agrícola mundial. Sin embargo es muy posible que las posibilidades de esta revolución hayan alcanzado su techo global. La producción mundial de cereales, por ejemplo, alcanzó su nivel máximo en la década de 1980, de modo que en el siglo XXI las reservas mundiales de cereales jamás sobrepasaron las de unos cuantos meses de suministro.
En el verano de 2008, por citar un hecho próximo, el calurosísimo y asolador estío obligó a los principales países exportadores de cereales a interrumpir sus envíos. Como consecuencia se produjeron hambrunas y motines de subsistencias en más de un centenar de países a lo largo del orbe. Y ante esta situación, lo que se pregunta el ensayista es qué ocurriría si las sociedades más ricas del planeta volvieran a preocuparse por sus provisiones futuras, si sus dirigentes se dejasen dominar por el pánico ante una previsible vuelta a la situación de escasez, y si además señalaran a determinados grupos humanos (musulmanes, africanos…) como los causantes del problema ecológico en cuestión ¿Volvería a renacer la idea del holocausto?
La realidad actual nos dice que el veinticinco por ciento de la superficie de las tierras del mundo están desertificadas, que ochocientos millones de personas carecen de los nutrientes necesarios, que mil doscientos millones de personas viven en zonas con escasez de agua, y que el calentamiento global datado en cuatro grados para las temperaturas medias de este siglo podrían transformar las condiciones de vida en el planeta. Los efectos son imprevisibles. Pero una cosa está clara, que sólo pueden ser afrontados de dos formas: tratando los problemas y conflictos locales de forma local, y los globales de forma global. Desde luego lo que no se puede hacer es «esconder la cabeza bajo el ala» y pensar que estos problemas por sí solos se van a arreglar.
Actualmente más de sesenta millones de personas vagan de frontera en frontera, huyendo de hambrunas, matanzas, guerras o totalitarismos. Si nos fijáramos en el auténtico origen de estas migraciones veríamos que muchas de ellas esconden sus raíces en problemas ecológicos; constituyen problemas globales que requieren soluciones globales. Del mismo modo que problemas locales, como la situación de la cabecera del Tajo o la sobreexplotación de los acuíferos manchegos, por citar algunos ejemplos en Castilla La Mancha, requieren soluciones urgentes y locales. Y no constituye ninguna veleidad esnobista el quererlos atajar, como ahora parece que trata de hacer el Gobierno autonómico, sino política pura y dura con visión de futuro y amplias miras de solidaridad. Pero eso sí, se trata de un concepto de solidaridad bien entendido que pasa por aceptar políticamente que uno de los mayores retos de futuro que tiene planteados el planeta consiste en atajar las crisis ecológicas que hoy suponen el noventa por ciento de los enfrentamientos bélicos que sufre la humanidad. Y que cada político tiene que actuar dentro del ámbito que le corresponde, sea este local, regional, nacional o de índole global.
Así que execro de todos esos voceros a los que se les llena la boca de argumentos y apelaciones a la pacata solidaridad interterritorial, por ejemplo
abogando por «solidarios» trasvases intercuencas para regar campos de golf, o despotricando por conseguir almacenes nucleares despreciando informes científicos y sin que les importen las mínimas garantías de seguridad. Porque esto, si verdaderamente no es mala intención, tiene que ser ignorancia. Y ante ello tan sólo sugerir la auténtica necesidad de recuperar el arte de leer, que quizá así lleguen a comprender que resolver los problemas ecológicos locales constituye el paso previo necesario para resolver los globales, y que no afrontarlos puede, y no estará muy lejos de la realidad, conducir a la idea de nuevos «holocaustos» concebidos estos como única posibilidad de «solución final». ¡Aunque vaya usted a saber, que de todo hay en la casa del Señor!