Vivían en la calle de Santa Ana, esquina a la de Santa Teresa, y en ese barrio tienen calle dedicada, la que enlaza la de la Virgen de Criptana con la Costanilla y abre a otras calles tan reveladoras como la del Calvario o Amargura. Sin haberlo nadie pretendido en su día, el destino ha querido premiar a estas santas mujeres, que hicieron de su vida una total entrega a los demás. Parece como si la empinada vía, acompañando a Jesús en su martirio y a María en su dolor, las llevara al merecido ascenso al cielo, allí donde éste casi roza las aspas de los molinos.
Pertenecían a la numerosa familia del general don Ignacio Peñaranda y Baillo y de doña Carmen Lima Campos, padres de nueve hijos, dos varones y siete hembras, y entre éstas, las que permanecieron entre nosotros: Carmela, Micaela, Victorina y Luisa, todas solteras y nacidas por los años 70 y 80 del siglo XIX.
Determinaron desde su juventud, según se puede ver en el testamento de Micaela, redactado por ella misma, constituirse en comunidad, a modo de beaterio religioso, dedicadas exclusivamente a la oración y a la ayuda a los más necesitados.
Cada una se asignó una obligación principal dentro de la inmensa obra que tenían por delante. Carmela estaba entregada al orden, mantenimiento y previsión de la cocina, preparando la comida y alimentos que luego eran repartidos a los pobres.
A Micaela, muy preparada en asuntos administrativos o burocráticos, acudían en demanda de consejo, o para resolver cuestiones oficiales, o simplemente escribir una carta, personas carentes de medios económicos, analfabetas o con pocos recursos para entender de trámites y papeleos. Dominaba Micaela todos los secretos del lenguaje, y a su vena literaria se deben varias novelas publicadas, colaboraciones en las llamadas Hojitas del Hogar, y numerosa obra poética.
Victorina era la responsable del ropero. Con ayuda de chicas jóvenes y señoras mayores, arreglaban ropas usadas o confeccionaban nuevas para la gran cantidad de gente indigente de aquellos años.
Finalmente, Luisa, la mas joven, y que muchos recordamos en sus últimos años consumida y encorvada, era la encargada de las visitas domiciliarias, unas veces para llevar ayuda y consolación a enfermos y gente humilde tan ávida de cariño y de auxilio de todo tipo, y otras para requerir colaboración en la obra caritativa que realizaban.
La inmensa generosidad desarrollada por las hermanas Peñaranda fue tal, que muchas veces quedaban ellas sin comer para satisfacer las necesidades ajenas. Más aún, quedaron literalmente pobres al vender poco a poco las muchas propiedades que les dejaron sus padres. Aún no estaba creada Cáritas, pero ellas fueron unas adelantadas en este campo de la caridad cristiana.
La catequesis tampoco estaba establecida y regulada como en nuestros días, y esa fue otra de las facetas de su labor. Con verdadero espíritu apostólico, enseñaban la doctrina cristiana a los niños pequeñines, a quienes ellas llamaban «su rebañito». Pasaban después a la preparación a la Primera Comunión, y ellas mismas —verdaderamente conmovedor— compraban estampas y de su propia mano escribían al dorso el nombre del niño o niña y las fechas correspondientes. Cuando ya eran mayorcitos les enseñaban comportamientos humanos, cívicos y profundizaban en la catequesis.
Y por si esto fuera poco, entre todas regentaban una escuela nocturna, en donde no pocos adultos dejaban de ser analfabetos, sobre todo los «quintos» que se iban al servicio militar, evitándoles tener que recurrir a la siempre incómoda y vergonzante ayuda de un compañero para comunicarse por carta con padres o novias.
Esta casa, que había sido cedida a la Parroquia, funcionó así como una especie de casa parroquial y de caridad, e incluso concibieron la idea de que diera cobijo a una comunidad religiosa que perpetuase su obra caritativa. Vinieron para ello, cuando ya sólo vivía la pequeña de las hermanas, Luisa, monjas de las Hermanas de la Caridad, con convento en Herencia, pero eran otros tiempos y esa labor ya empezaba a estar cubierta por otros organismos. Sí que en sus últimos años, cuando su salud estaba muy quebrantada, se consiguió que varias monjas de la congregación «Hijas de la Virgen de Formación Cristianas», las llamadas «Formacionistas» vinieran a vivir con ella, acompañándola en su labor caritativa a la vez que la cuidaban.
Con los años, y debido al mal estado de esta casa de las hermanas Peñaranda, se vendió el solar para construir un bloque de pisos, destinándose algunas viviendas para los sacerdotes. Con el dinero obtenido, más alguna herencia recibida, al principio de los años 80 se acondicionó la Casa del Cura, en la Plaza Mayor, como Centro Parroquial Hermanas Peñaranda, ahora totalmente renovado en 2015.
Doña Luisa Peñaranda fue premiada a instancias del Ayuntamiento de Campo de Criptana con la Cruz de Beneficencia, pero con certeza habrán recibido de Dios el que Él tiene asegurado a los que como ellas consumen sus vidas en favor de los demás.
Ramón Sánchez-Alarcos