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Convento de San José

Mª Soledad Salve Díaz- Miguel | Francisco José Atienza Santiago

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Además de los sermones desde los púlpitos, la divulgación de la vida de los santos y las orientaciones de los confesores, la iglesia católica del barroco propició una religiosidad orientada al desarrollo de vidas ejemplares que sirvieran de modelo de santidad a la comunidad seglar. Este va a ser el objetivo de la apertura de nuevos monasterios. La vida conventual se asentaba, junto a la oración y al trabajo, en la pobreza, castidad y obediencia y, según las órdenes religiosas, se ampliaba a la clausura, el silencio y las penitencias, modelo de vida que debía ser el espejo a imitar para lograr el encuentro con Dios. Este aspecto justifica el gran desarrollo de fundaciones del clero regular durante la segunda mitad del siglo XVI y la primera del XVII al que se unió el apoyo de las familias acomodadas para que algunos de sus integrantes ingresaran en ellas colaborando con sus dotes, sobre todo de las mujeres, a garantizar su permanencia en el tiempo.

En Alcázar se habían creado, hasta finales del siglo XVI, el Convento masculino de San Francisco y el femenino de las clarisas sobre la antigua ermita de La Concepción, ambos pertenecientes a la orden franciscana descalza. En la primera mitad del siglo siguiente se sumarán el Convento de San José y el de la Santísima Trinidad pero, además, hubo dos intentos fallidos. El primero se produjo en 1607 cuando María Díaz Guerrero, viuda de Pedro Serrano, quiere emplear toda su hacienda para el establecimiento en la villa de los padres de la Compañía de Jesús, muy apreciados por sus predicaciones cuaresmales. El concejo respaldó la iniciativa ya que ve conveniente “que se funde en ella un colegio de la dha religión donde se lea gramatica para que la juventud sea ynstituyda en virtud y letras”. Sin embargo la respuesta de los jesuitas diciendo que el caudal era insuficiente impidió su fundación. La segunda tentativa correspondió a Ana Romero, viuda de Diego de Úbeda y parroquiana de Santa Quiteria, quien en su testamento del 3 de septiembre de 1614 deja gran parte de sus propiedades rústicas y urbanas para que, si se cumplen ciertas condiciones en su descendencia, su hija Dª Andrea Romero las emplee en el inicio de la creación en esta villa “de un monasterio bajo la advocación de Santiago y Santa Ana”. El proyecto no culminó y se transformó en una capellanía de misas al dar la posibilidad, la misma Ana Romero, de cambiarlo ante la falta de medios para su constitución.

Si la escasez de recursos fue la causa de los fracasos anteriores la fundación del monasterio de San José contará con los suficientes bienes para su consecución. La benefactora fue de nuevo una mujer, María Díaz Pedroche de la que conocemos pocos datos. No pertenecía a la hidalguía pero si a una familia hacendada de Alcázar que utilizó parte de sus rentas para fundar un pósito que ayudara a sus vecinos. María Díaz estuvo casada con Hernan Ximenez Ximeno y sabemos que tenía una esclava, Isabel, signo de distinción social en aquel siglo.

La fundación de un nuevo convento de clarisas de San José o de abajo para distinguirlo del de la Concepción o de arriba, requería la aprobación previa de la orden franciscana quien en su capítulo provincial celebrado en octubre de 1601 acepta la propuesta de María Díaz. El otro requisito necesario lo solicitó mediante un memorial a D. Antonio de Toledo, lugarteniente del gran prior de la orden de San Juan, en el que afirmaba “tenia devoçion de fundar (…) un monasterio de monjas françiscas porque aunque ay otro tal monesterio no tiene capacidad ni posivlidad para rrescevir las monxas que lo quieren ser en la dha villa”. El escrito fue convincente porque el 21 de enero de 1602 D. Antonio emitió la licencia para su fundación.

Los requisitos acordados, en dos escrituras de dotación, establecían que el nuevo monasterio se pondría bajo la advocación de San José, santo a cuya devoción estaba dedicada una cofradía en Alcázar, y que la nueva comunidad se compondría de monjas procedentes del Convento de Nuestra Señora de la Concepción. Para pagar el proyecto María Díaz Pedroche aportaría la casa donde vivía en la actual calle de San Antonio, un molino de viento harinero en Campo de Criptana y dieciséis escrituras de censo que rentaban anualmente 33.736 maravedís y medio. Además se añadirían otros 400 ducados, que se entregarían después de su muerte, para fundar una capellanía; y por último todo el dinero empleado en adaptar su vivienda al nuevo uso comunitario, así como en la adquisición de los enseres precisos para la vida cotidiana del convento incluidos los ornamentos requeridos en la celebración del culto divino.

Las compensaciones que obtuvo la fundadora fueron de doble orden. De entrada María Díaz, mientras viviera, se reservaba el derecho de admisión de religiosas en el convento. Por cada pretendiente que solicitara su ingreso sin pagar dote ni aportar los alimentos del año de noviciado, excepto la ropa, el vestido y la cama, la comunidad admitiría a otras tres doncellas familiares de la fundadora. En este caso, las designadas se obligaban a pagar 400 ducados de dote. Este derecho continuaba en 1641 en Alonso Fernández Pedroche, primo de María Díaz, quien declaraba que utilizando la facultad fundacional “entró por monxas en el convento de San José” una hija, María de San Ildefonso, y una sobrina, Catalina de San Agustín, pagando los 400 ducados de dote “y mas todos los alimentos de pan y dinero”. También se estipulaba dejar un espacio habitacional dentro del convento, fuera de la clausura, para vivienda de la fundadora y su hermana. En el aspecto religioso María Díaz Pedroche exigió, para ella y su familia, gozar de un lugar privilegiado de enterramiento en la iglesia del convento que se extendía “desde las gradas del altar mayor en el lado del evangelio a la larga de la peana del Altar de Nuestra Señora de Guadalupe hasta el arco colateral”. Allí fueron enterradas tanto María Díaz como su hermana, Francisca Díaz Pedroche, y seguirían utilizando las sepulturas los miembros de la familia. Completaba esta cláusula la obligación por la comunidad religiosa de celebrar cien misas todos los años, aplicadas por el alma de la fundadora y por la de sus difuntos, a cuenta de la memoria que se crearía después de su muerte para la que dejaba 400 ducados.

Pocos meses trascurrieron desde la aprobación de la licencia otorgada por D. Antonio de Toledo hasta la apertura del convento de clarisas de San José. El 23 de mayo de 1602 el provincial de Cartagena, fray Alonso de Vargas, tomó posesión de la casa donada por María Díaz. Al día siguiente con las primeras luces, acompañado de otros tres franciscanos, acudió al convento de la Concepción y después de dar gracias a Dios con todas las monjas por la nueva fundación se formó la comitiva que trasladaría al convento de San José las religiosas que debían constituir su comunidad, sor María de Vargas a quien se nombró abadesa junto a sor Ana Pérez religiosa profesa y Jerónima Martínez Coronel novicia. Subidas en un carro, con la compañía de María Díaz Pedroche y doña María Pérez de Morales, se dirigieron a la casa que sería su convento en cuyo portal, transformado en capilla provisional, se había levantado un altar donde se celebró una misa y se rezó un Te Deum. Ese mismo día el maestro albañil Joseph de Ayllón con otros dos oficiales fueron cerrando los espacios que formaron la clausura dejando fuera de ella la capilla. Poco después la adquisición de una casa contigua permitió completar las reformas para asegurar la clausura, realizar el torno, el locutorio y la iglesia conventual.

El crecimiento del convento, tanto en religiosas como en recursos durante el siglo XVII, se debió a las donaciones de laicos de la villa de Alcázar y las de su entorno, llegando a igualarse en importancia al de La Concepción. Según la declaración hecha por la abadesa en el Catastro de Ensenada, a mediados del siglo XVIII, la comunidad se componía de 28 religiosas y cuatro legas. Poseían algunas tierras, dos salitrerías, dos molinos harineros de viento en el término de Alcázar y otros cinco en Campo de Criptana y numerosos censos de vecinos de Alcázar y de las poblaciones colindantes. Los beneficios que proporcionaban estos bienes se utilizaban en el alimento y cuidado de las monjas, celebración de oficios religiosos y reparos del convento y quiebras de los molinos. Sin embargo las rentas eran cortas, entre otras causas, por la dificultad de cobrar los réditos de los censos y la falta de novicias “que se pasan años sin que entre alguna” por lo que las deudas eran elevadas.

Con la implantación del estado liberal fueron desamortizadas a mediados del siglo XIX sus propiedades inmuebles rústicas y urbanas, la comunidad fue disuelta y se concluyó vendiendo el convento para la edificación de nuevos espacios urbanos de nuestra localidad.

Mª Soledad Salve Díaz- Miguel

Francisco José Atienza Santiago

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