Y aunque no esté yo muy seguro de que desconocer la historia condene a repetirla, si creo firmemente, en cambio, que conocerla ayuda a cerrar las viejas heridas. Por eso soy un firme partidario de la Ley 5/2007, de 26 de diciembre, más conocida popularmente como «Ley de la Memoria Histórica». Porque considero un imposible pretender curar las heridas de nuestro más reciente pasado histórico sin conocer «la verdad», aunque esta solo sea la «verdad» de cada uno por subjetiva que sea.
La propia exposición de motivos de la Ley establece que «…es la hora, así, de que la democracia española y las generaciones vivas que hoy disfrutan de ella honren y recuperen para siempre a todos los que directamente padecieron las injusticias y agravios producidos por unos u otros motivos políticos, o ideológicos o de creencias religiosas, en aquellos dolorosos periodos de nuestra historia. Desde luego, a quienes perdieron la vida. Con ellos, a sus familias». Esto es, la Ley reconoce un derecho individual a la memoria personal y familiar de cada ciudadano.
Por eso creo que la memoria histórica no puede ser, no debe ser, unidireccional en el sentido en el que al parecer ha tomado carta de naturaleza en el magín social, presentándola como una especie de arma arrojadiza a favor de uno de los bandos de los que se enfrentaron en aquel oprobio que fue la Guerra Civil. Porque no servirá entonces a su objetivo principal, que no es otro que «contribuir a cerrar las heridas todavía abiertas en los españoles y a dar satisfacción a los ciudadanos que sufrieron, directamente o en la persona de sus familiares, las consecuencias de la tragedia de la Guerra Civil o la represión de la Dictadura».
Convencido del valor reparador de esta Ley, escribí en su momento Mancha Roja, un ensayo de investigación con vocación de búsqueda objetiva de la memoria histórica en la provincia de Ciudad Real. Y fue, precisamente, durante el periodo de documentación de aquella obra cuando topé con una de esas preguntas, con uno de esos pensamientos, que hacen pararse a uno con el ánimo de reflexionar. La cita era de Javier Ruiz Portella. Está tomada del «A modo de presentación» en La Guerra Civil ¿Dos o tres Españas?:
«Cómo se pueden entender las atrocidades cometidas entre la población civil en plena retaguardia? ¿Sólo hubo las atrocidades cometidas por los fascistas? Los que murieron a manos de los fascistas figuran en algún lugar del inconsciente colectivo como víctimas del combate por la democracia. Pero quienes murieron a manos de los otros parecen haber muerto en balde; nuestro silencio, nuestro olvido, hace como si ni siquiera hubieran muerto».
Desde entonces quedó grabada en mi conciencia la necesidad de recuperar la memoria histórica de todas las víctimas, fuera cual fuera su bando y el momento histórico de su pasión. Al fin todos somos reos de nuestra propia historia familiar. Y yo, como todos los demás, también tenía el derecho a dar satisfacción a quien murió víctima del odio y la violencia, aunque en este caso, ese odio y esa violencia dimanaran del propio lado de la revolución popular.
Odio en las venas es el fruto de esta inquietud personal, la expresión del propio derecho individual a la memoria personal y familiar de cada ciudadano que proclama la Ley de Memoria Histórica en su artículo 2. Pero es una expresión novelada, por tanto desapasionada y en absoluto reivindicativa. Solo ahonda en una realidad que ocurrió por mucho que esta nos duela. Y ella también constituye memoria histórica que conocer, aunque solo sea para evitar en su olvido aquello de que «los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla».
Mariano Velasco Lizcano
Escritor
Doctor en Ciencia Políticas y Sociología