Al hacer la compra, hace unos días, oí a una señora decirle a otra: «pobrecito, con lo buena persona que es y la pluma que tiene». Esto se puede interpretar de dos maneras. La primera es pensar en la plumofobia de la señora. La segunda, y que me parece la que merece un análisis, es que la señora asumiera que por tener pluma lo iba a tener más difícil en la vida. ¿Y por qué merece un análisis? Porque sí, la plumofobia existe, y significa que sólo por ser amanerado vas a tener más complicadas ciertas cosas. En pleno siglo XXI, marica, sí, pero que no se note.
Lo de «marica» lo pongo con toda la maldad del mundo porque, muy a pesar de que el colectivo haya sido capaz, con un gran esfuerzo y mucho sentido del humor, de empoderarse adoptando lo que en boca de otros era un insulto, se siguen utilizando palabras como marica, mariquita o maricón para humillar y denostar al homosexual en general, y al que tiene pluma en concreto. ¿Y por qué se hace esto? ¿Os habéis fijado en que Marica es un nombre de mujer? Es un hipocorístico de María. Es decir, yo misma soy una Marica.
En conclusión, la plumofobia no sólo es homófoba, sino que además es misógina, porque parte de la base de que lo femenino es negativo, un prejuicio tan arraigado en lo más profundo de la sociedad que resulta complicado desmontar sus orígenes. Supongo que la conexión, más allá de toda duda, entre muchas mujeres y los hombres afeminados se basa en que los prejuicios contra ambos tienen la base del mismo prejuicio primigenio. Si llamas marica o cualquiera de sus derivados a un hombre con pluma sin su permiso y con ánimo de ofender, lo que estás diciendo es que es digno de insultarse por tener ciertas características que lo hacen semejante a una mujer, y que eso es imperdonable.
Por mi parte —y quiero creer que también por parte de la señora del súper—, estoy muy a favor de feminizar un poco el mundo, así que sí, también estoy muy a favor de la pluma, que no es otra cosa que una demostración física de esa feminización que parece amenazar a muchos.
Acaba de entrar el mes del orgullo, y me ha parecido procedente hacerme partidaria de la pluma de manera pública, porque sinceramente estoy tan harta tanto del exceso de testosterona —que no ha hecho otra cosa que meternos en guerras absurdas—, como de que se considere públicamente aceptable ser algo siempre y cuando no se note. La plumofobia es el precedente del deseo de tener a la mujer en casa con la pata quebrada, y de meter a todo miembro del colectivo de nuevo en un armario sin llave. Y yo, a día de hoy, con lo intransigente que se está volviendo todo, lo que quiero es quemar el armario que nos encierra a unos y a otros de una vez y para siempre.