Estos días, por diferentes cuestiones, he reflexionado mucho sobre lo que antes me resultaba imposible de entender. Durante muchos años no era capaz de conectar con aquellos a los que el mundo les había decepcionado. Y muchísimo menos con aquellos que sentían esa decepción con veinte. Tampoco sabía muy bien por qué había personas que se negaban a vivir en un mundo que ya no reconocían, y tendía a pensar que se habían dado por vencidos cuando no debían. Soy una persona de esas que creen que lo mejor, probablemente, esté por venir, aunque baste ver un telediario o saber un poco de historia para saber que no es así. El poder conectar con todos esos sentimientos, e incluso ser consciente de que anteriormente los tuve y me los negué, me han dicho que es la madurez. Yo no lo creo: sencillamente en no vivir en la decepción es donde encuentro la energía para hacer todo aquello que hago, para vivir las cosas a mi manera. Me rebelo contra la frustración, ya está. Si consigo no mirarla, ella no me mirará a mí.
Recordemos que ser una persona optimista se confunde habitualmente con ser tonto, y que ser positivo está intelectualmente mal visto como lo está el humor, independientemente de que sean precisamente los optimistas los que crean que las cosas pueden cambiar a mejor y, por ello, encuentren la energía motora para intentarlo, o que el humor suela ser síntoma de inteligencia. Encuentro inquietante pues que ahora pueda saber qué se siente en todas aquellas circunstancias que había leído en los libros y que me resultaban tan ajenas. Puede que, en parte, sea porque últimamente he perdido algunas batallas y a algunos amigos, aunque me parece que sencillamente lo he entendido al ver a tantísima gente joven desesperanzada, iracunda, con el sentimiento de que aquellos que debíamos haber cuidado de su bienestar los hemos abandonado.
Toda esta reflexión comenzó un día en que una mujer muy joven me dijo que yo tenía tanta energía que daba un poco de miedo, y le respondí que lo que me daba miedo a mí era que ella con veinte no la tuviera. Quizá no me expresé bien, porque no pretendía lanzarle un ataque, y puede que pudiera leerse de esa forma, sino que me daba (y me da) miedo real que algo haya podido quitarle la energía a parte de la juventud.
De la decepción con el mundo, de la decepción en general, no se sale. Las posibles respuestas son desde el abandono, la ansiedad y la depresión, al odio y la búsqueda de respuestas en sitios equivocados, así como la idealización de otras épocas o sistemas casi nunca recomendables. Así he conocido el miedo yo, señores: viendo cómo tenían miedo muchos de aquellos que serán el futuro. Del miedo, la ira y la decepción rara vez sale alguna cosa buena. Algo no hemos hecho bien si se sienten así. Deberíamos tratar de reparar el daño, si es que estamos a tiempo.