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Campo de Criptana

«Aquellos treinta o pocos más desaforados gigantes»

José Antonio Díaz-Hellín

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Buenas noches y gracias a todos, de antemano, por vuestra atención. Decía Simone Weil que “la atención es la forma más rara y más pura de la generosidad”.

La tarde del pasado 22 de febrero –miércoles de ceniza-, en la calle Santa Ana, donde nací, Lola Madrid me propuso que interviniera en este acto. Yo, con sumo gusto y enorme gratitud, acepté.

Tras un rato de conversación frente a la plazoleta del Conde de las Cabezuelas, Lola se fue hacia su casa y yo seguí calle arriba, recordando, como siempre que transito por esta bendita calle, mi infancia y mi adolescencia. Si uno se dirige a la Cruz de Santa Ana, viniendo de la Plaza, podrá columbrar, justo al doblar la esquina –donde tantos años estuvo la cooperativa del vino-, arriba a la derecha, uno de nuestros molinos –majestuoso y estático- coronando una postal inigualable. Ese molino presidió mis juegos de infancia. A la derecha, la ermita de Santa Ana; a la izquierda, la altísima torre de la Iglesia, con ocasos cárdenos y anaranjados al fondo, en sus espadañas, y a nuestra espalda, más allá de calles y tejados, el mar inabarcable de la llanura.

“La aventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, dónde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quienes pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas”. Todos conocéis este pasaje del capítulo VIII del Quijote. Se da la circunstancia que es, al mismo tiempo, el comienzo de un artículo titulado “Gigantes y molinos”, publicado en el diario ABC el 28 de agosto de 2004. Lleva la firma del gran escritor Juan Manuel de Prada, que un par de días antes había intervenido, en este mismo escenario, en nuestra “Fiesta de la Poesía”. No puedo por menos que citar un párrafo extraordinario, sublime, del mencionado artículo, que, desde mi punto de vista, es una auténtica joya literaria que tuvo a bien regalarnos. Dice así:

La llanura manchega se extiende a lo lejos, pródiga en espejismos y encantamientos. Escribió en alguna ocasión Unamuno, glosando este episodio cervantino, que “creer es crear”. Don Quijote soñó que aquellas máquinas de aspas giratorias eran gigantes; y la fuerza de su fe los convirtió para siempre en gigantes que, tantos siglos después, siguen testimoniando la fuerza irrefutable de los sueños. ¿Quién, después de haber visitado Campo de Criptana, después de haber palpado las paredes de estos cíclopes que bracean en el cielo, después de haber recorrido sus tripas y contemplado sus piedras de moler como inmensos cálculos renales, puede seguir sosteniendo que son simples molinos? El viajero ha subido hasta la colina donde se alinean estos gigantes; ha sentido sobre su rostro el azote del ábrego que espanta la canícula; ha afinado el oído para escuchar, entre el silbo del viento, el crujido esforzado de sus aspas, como una respiración herrumbrosa que por un segundo le hace sentirse a bordo de un navío que opone su arboladura al embate de las olas. El viajero, mientras extravía la mirada entre los confines del cielo y pasea entre estos gigantes pétreos, entiende la verdad recóndita que anida en la sentencia de Unamuno: porque, en efecto, es la imaginación nuestra más fervorosa fe, es la imaginación la que nos hace brillar como estrellas milenarias, es la imaginación la que nos permite trascender nuestra perecedera condición mortal y mirar a Dios de frente.

El grandioso artículo de Juan Manuel de Prada concluye así: El viajero, como Don Quijote, se ha sentido libre, quizá inmortal, respirando el aire de Campo de Criptana.

Los aires o los vientos de Campo de Criptana: Abregondo, Ábrego, Toledano, Moriscote, Cierzo, Matacabras, Solano Alto, Solano Fijo, Solano Hondo y los tres del Mediodía. “Yo columbro por una de estas ventanas la llanura inmensa, infinita, roja, a trechos verdeante; los caminos se pierden amarillentos en culebreos largos, refulgen paredes blancas en la lejanía; el cielo se ha cubierto de nubes grises; ruge el huracán. Y por una senda que cruza la ladera avanza un hormiguero de mujeres enlutadas, con las faldas a la cabeza, que han salido esta madrugada –como viernes de cuaresma- a besarle los pies al Cristo de Villajos, en un distante santuario, y que tornan ahora, lentas, negras, pensativas, entristecidas, a través de la llanura yerma, roja…”.

Es un fragmento del capítulo XI de la “Ruta de Don Quijote” de Azorín. Esta obra se publicó en el año 1905 –III Centenario de la novela inmortal de Miguel de Cervantes-, poco después de que sus quince capítulos aparecieran por entregas como artículos del periódico “El Imparcial”, bajo el título genérico “La Ruta del Quijote”, entre el 4 y el 25 de marzo de ese mismo año. Concretamente, el artículo “Los molinos de viento”, del que acabo de leer un fragmento, se publicó el 21 de marzo de 1905, martes, y al día siguiente –miércoles, 22 de marzo- se publica el artículo “Los Sanchos de Criptana”.

El pasado 16 de marzo –viernes de cuaresma- fue el “día de la enseñanza”, y por la mañana –aprovechando el día de asueto- me dirigí a la calle Castillo, en una de cuyas casas hay una placa en la fachada, que el Ayuntamiento de Campo de Criptana descubrió el 2 de diciembre de 1988 –el mismo día que se inauguró una de las primeras fases o versiones de la Casa de Cultura. Esa placa recuerda algo muy importante, trascendental para nuestro pueblo: el hecho de que Azorín pernoctó y soñó en esa casa –donde hubo una fonda-, en su recorrido por la “Ruta del Quijote”. Siempre me llamó la atención que en la placa a la que me estoy refiriendo no apareciera la fecha –al menos el año- en la que Azorín estuvo en esa fonda.
Afortunadamente, y creo que todos nos debemos felicitar por ello, ya tenemos fecha –o fechas- y ya aparecen grabadas en la placa.

Pues bien, el pasado 16 de marzo llegué a la conclusión de que Azorín tuvo que pernoctar en Campo de Criptana, precisamente -¡qué curiosa coincidencia!-, la noche de ese día -16 de marzo de 1905, jueves- y la del siguiente, viernes 17 de marzo.

La deducción de estas fechas es clara y concluyente, si se tienen en cuenta los datos que he aportado al principio. El jueves, 16 de marzo de 1905, llega por la tarde en tren Azorín a Campo de Criptana. Al día siguiente, visita la “Sierra de los Molinos”, que es viernes de cuaresma, y el sábado, 18 de marzo, visita el Santuario del Cristo de Villajos, acompañado por “los Sanchos de Criptana”: don Pedro, don Victoriano, don Bernardo, don Antonio, don Jerónimo, don Francisco, don León, don Luis, don Domingo, don Santiago, don Felipe, don Ángel, don Enrique, don Miguel, don Gregorio y don José.

En esta relación de dieciséis personas figura don Bernardo Gómez Sánchez-Alarcos, farmacéutico y músico. Por entonces contaba con 52 años –nació en 1853-, veinte años más que Azorín, nacido en 1873. Don Bernardo Gómez era el Director de nuestra “Filarmónica Beethoven” desde 1880. El nombre de “Filarmónica Beethoven” data de 1891, el año que nació mi abuelo materno, Bernardo Martínez del Rey, que, por cierto, yo creo que le puso ese nombre su padre, Vicente Martínez del Rey –uno de los propulsores de la Banda en la década de 1850-, por Don Bernardo Gómez, que debía ser muy popular por entonces, entre otras cosas porque hacía solo unos años que nuestra Banda había conseguido el Primer Premio en un Concurso de Bandas en Ciudad Real. Todo apunta a que fue Don Bernardo Gómez –amigo de Barbieri y de Chueca-, muy introducido en los círculos musicales de Madrid de finales del siglo XIX, quien le puso el nombre de “Beethoven” a nuestra Banda.

Otra de las personas que aparecen en la citada relación que hace Azorín de “los Sanchos de Criptana” es Don León López de Longoria, que a comienzos del siglo XX era el Alcalde de esta villa; fue quien promovió el traslado del Hospital-Asilo de San Bartolomé desde el lugar que hoy ocupa este “Teatro Cervantes” a un terreno junto a la “Fuente del Caño”. Cinco años después, en 1910, llegó a Campo de Criptana, para hacerse cargo del citado Hospital-Asilo, la “Congregación de Hermanitas de los Ancianos Desamparados”.

Pero volvamos a los “Molinos de Viento”, desde uno de cuyos ventanucos divisaba Azorín la llanura –Tierra de mar sin mar, que diría Juan Torres Grueso-: “Los molinitos de Criptana andan y andan…”. Así se inicia y así concluye el capítulo XI de la “Ruta de Don Quijote” de Azorín. Dice luego el que puso nombre a la grandiosa “Generación del 98”: “He llegado a Criptana hace dos horas; a lo lejos, desde la ventanilla del tren, yo miraba la ciudad blanca, enorme, asentada en una ladera, iluminada por los resplandores rojos, sangrientos, del crepúsculo. Los molinos, en lo alto de la colina, movían lentamente sus aspas; la llanura bermeja, monótona, rasa, se extendía abajo”.

Por aquel entonces, marzo de 1905, todo parece indicar que se conservaban y funcionaban trece molinos, que se mantuvieron activos hasta 1938. La mayoría de ellos fueron destruidos en la Guerra Civil Española, sobreviviendo solo tres: Burleta, Infanto y Sardinero, que siguieron moliendo hasta comienzos de los años sesenta.

“La Ruta de Don Quijote” fue un trabajo encargado a Azorín por José Ortega Munilla, Director del “Imparcial” –un diario liberal de mucho prestigio-, y padre del gran filósofo, escritor y pensador José Ortega y Gasset (1883-1955), diez años más joven que Azorín (1873-1967).

Nueve años después de la publicación de “La Ruta de Don Quijote”, en 1914, José Ortega y Gasset, en su obra “Meditaciones del Quijote”, escribe a propósito de los molinos de viento: “Sobre la línea del horizonte en estas puestas de sol inyectadas de sangre –como si una vena del firmamento hubiera sido punzada- levántanse los molinos harineros de Criptana y hacen al ocaso sus aspavientos”.

Por cierto, “aspaviento” –que viene de “aspaventar” y que significa atemorizar o espantar- es una demostración excesiva o afectada de espanto, admiración o sentimiento. Decididamente, José Ortega y Gasset tuvo que visitar Campo de Criptana, quizás influido por su padre y por Azorín.

Volvamos una vez más al gran escritor de Monóvar, que, con la iniciativa de Ortega Munilla, tuvo el gran mérito de “colocar” a nuestra región en el mapa mediante su relación con la obra de Cervantes. En su ya varias veces referido artículo “Los molinos de viento”, Azorín escribe que estos gigantescos artilugios eran, precisamente cuando vivía don Quijote, una novedad estupenda; se implantaron en la Mancha en 1575, según Richard Ford en su “Handbook for travellers in Spain”.

Cervantes tiene por entonces cerca de treinta años, y cuando comienza a escribir “El Quijote” –al parecer fue en uno de sus periodos carcelarios, a finales del siglo XVI-, en la Sierra de Campo de Criptana –en lo alto de la loma castellana de nuestro himno- ya habían proliferado hasta treinta o pocas más máquinas inauditas, maravillosas, que transformaban la energía eólica en energía mecánica para molturar los cereales.

En efecto, por entonces aquello tuvo que constituir una gran novedad. Prueba de ello es la explicación que Cervantes pone en boca de Sancho Panza: “Mire vuestra merced –respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino”.

A mediados del siglo XVIII, según el Catastro del Marqués de la Ensenada de 1752, la suma de todos los molinos de viento de las cuatro provincias manchegas –pues Guadalajara carecía de ellos- arrojaba un total de 134, de los cuales 34 estaban en nuestro pueblo. Según el gran cervantista y extraordinario amigo José Rosell Villasevil, Campo de Criptana censaba el 34% de todos los molinos de la Mancha. Evidentemente, no es así; me permito corregirle: 34 molinos sobre 134 es un 25%, que ya está muy bien: uno de cada cuatro molinos de las cuatro provincias (Cuenca, Toledo, Ciudad Real y Albacete) estaba en Campo de Criptana.

No hay lugar a dudas, y sigo citando a nuestro buen amigo José Rosell: “solamente aquí Miguel de Cervantes pudo permitirse el júbilo y el lujo de situar su archifamosa aventura de los molinos de viento. ¿Dónde encontrar en activo otra insólita legión de sublimes gigantes Briareos? ¿Dónde otra estupenda constelación molinera, como la criptanense, con treinta y cuatro ejemplares?”.

La relación alfabética de aquellos treinta o pocos más desaforados gigantes la da de manera pormenorizada Francisco Escribano –el Cronista Oficial de la Villa- en su libro, publicado en el año 2000, “Los molinos de viento del Campo de Criptana a mediados del siglo XVIII”: Aburraco, Alambique, Beneficio, Burillo, Burlapobres o Burleta, Calvillo, La Cana, Carcoma o Carmona, Castaño, Cebadal, Condado, Culebro, Charquera, Escribanillo, Esteban, Gambalúas, Guindalero, Guizepo, Horno de Poya, Huerta mañana, Infanto, Lagarto o Lagartero, Paletas, Pantano, Pereo, Pilón, Poyatos, Quimera, Ranas, Tahona, Tardío, Usada, Valera y Zaragüelles.

Nueve de estos molinos eran propiedad de vecinos de Alcázar de San Juan; otros nueve eran de diferentes Congregaciones Religiosas de Alcázar, y los 16 restantes pertenecían a vecinos de Campo de Criptana. Este hecho constituye una prueba inequívoca de que en Alcázar apenas había molinos; al parecer solo había dos. La proliferación y la alta concentración de molinos de viento en Campo de Criptana se debió, indudablemente, a su privilegiada ubicación a la hora de captar y aprovechar los vientos. No estamos hablando de “alcores” ni de “oteros”, que son pequeñas elevaciones aisladas, sino de una amplia y espaciosa loma, de un prolongado altozano, de una majestuosa eminencia.

No deja de ser relevante comprobar que de esta misma época –finales del siglo XVI- es el Pósito, la ermita de la Veracruz y el Convento de Carmelitas Descalzos.

Damos ahora un salto de 225 años desde 1752, y nos situamos en 1978, el año de la Constitución. Ese año el conjunto de nuestros molinos fue declarado “Monumento de Interés Histórico-Artístico”, lo que hoy se llama “Bien de Interés Cultural”. Un año antes, mi maestro en el “Palomar”, don Ángel Molina Olivares –que por entonces era Concejal de Turismo-, propone la creación de una Asociación que velara por nuestros molinos, y tras cinco años –desde 1972- de intensa lucha y labor callada, Don Ángel Molina consigue que se constituya la “Asociación de Hidalgos Amigos de los Molinos”, siendo su primera –y única- presidenta “Lola Madrid”. La presidencia de Lola –historia viva de la Asociación- alcanza, pues, el número mágico de 34 años.

En 1979 se celebra en “Las Musas” la primera edición de la “Semana Cervantina”, la segunda en el Teatro, y la tercera en el Parque. Así pues, treinta y cuatro ediciones de la Semana Cervantina: un momento único, irrepetible, para rendir un emocionado homenaje a “aquellos treinta y cuatro desaforados gigantes que había en aquel campo”. Por otro lado, es curioso constatar que, una vez aprobada la Constitución en diciembre de 1978, comienza la andadura de la “Semana Cervantina”, que es, por tanto, plenamente constitucional: su existencia discurre de manera paralela a la historia de nuestra Constitución; 34 años de constitución y 34 ediciones de la Semana Cervantina. Deseamos larga vida a nuestra democracia y también a nuestra Semana Cervantina.

Por último, quiero señalar que son innumerables los ejemplos que podríamos citar que ponen de manifiesto de manera clara y contundente la inagotable fuente de inspiración literaria y pictórica que han supuesto, suponen y supondrán nuestros molinos de viento. Pintura, paisaje y literatura se funden armoniosamente en un escenario único en el mundo, que ha servido y seguirá sirviendo como tarjeta de presentación de Castilla-La Mancha y de España. Así, por ejemplo, el gran pintor eibarrés Ignacio Zuloaga (1870-1945) frecuentó mucho nuestro pueblo para documentarse en la elaboración del “Retablo de Maese Pedro”, que, por cierto, tuvimos ocasión de disfrutarlo en el Pósito, en los meses de julio y agosto de 2005, con motivo del IV Centenario del Qujote. Este trabajo se lo encargó a Zuloaga su amigo Manuel de Falla, para la ópera del mismo nombre. De todos es sabido que, además, le unía a Campo de Criptana su gran amistad con el médico José Minguijón –compañeros de tertulias en el célebre Café Gijón de Madrid-; los dos, junto con el escultor Juan Cristóbal –el autor del “Cristo de la Expiración-, fueron los propietarios del molino “Burleta”.

Si por un momento nos vamos al terreno literario, tengo constancia fotográfica de la visita a la “Sierra de los Molinos”, en 1954, de los grandes escritores Ignacio Aldecoa y Ramón Sánchez Ferlosio.
Y ahora, detengámonos en Joaquín Sorolla, porque hace ahora cien años que pintó dos de sus cuadros en Campo de Criptana.

A principios del siglo XX, el genial pintor valenciano (1863-1924) se adentra por tierras castellanas a la búsqueda de nuevos horizontes para sus lienzos, de nuevas luces, de paisajes y realidades diferentes. Todo es motivo más que suficiente para arrastrar a Sorolla hacia los campos de Castilla, pero posiblemente también se vio impulsado por la creciente presencia de esta tierra en la literatura de la Generación del 98. De Campo de Criptana dice que “parece desde lejos una bandada de palomas y, en el cerrete sobre el que se apoya, destacan sobre el cielo, que hoy es hermoso, los famosos molinos de viento”. En octubre de 1912 visita Miguel Esteban, Alcázar de San Juan y Campo de Criptana. Su famoso cuadro “Tipos manchegos” está pintado con modelos procedentes de Miguel Esteban. Sorolla lo pintó en el Cerro de la Paz, a pleno sol, y en él aparece un hombre montado en un asno blanco, visto casi de frente, acompañado por otro envuelto en una capa y con una alforja sobre su hombro izquierdo. Al fondo, aparece un paisaje urbano de Campo de Criptana, con dos molinos de viento.

Además de pintar, el viaje le sirvió para retomar una vieja amistad de juventud con un paisano y antepasado nuestro, Jerónimo Muñoz-Quirós, impresor de oficio y en sus ratos libres pintor de grandes cualidades. En otro cuadro, igualmente pintado en Criptana, Sorolla plasmó a una joven pareja de campesinos.

Como ya dije en la inauguración de la XXIX Semana Cervantina del año 2007, y lo reitero ahora, gracias sean dadas a nuestros amigos “los Hidalgos” por sus desvelos, y seamos todos con ellos incansables vigilantes de un patrimonio ancestral y único en el mundo. Hagamos que esta tierra sea por siempre “Tierra de Gigantes”.

Mi pueblo es un velero
en el mar de la llanura,
con diez molinos, que son velas,
coronando las alturas.

Mi pueblo es un navío
anclado en el mediodía;
es un faro portentoso
con diez imponentes vigías.

Del sol naciente provienen
peregrinos incesantes,
que se rinden silenciosos
al embrujo de los gigantes.

El súbito descubrimiento
que hizo y plasmó Cervantes
fue aquí, en nuestro pueblo,
y ya nada sería como antes.

Los molinos cervantinos
y los crepúsculos de sangre
han cruzado el universo,
y son de La Mancha y España
postal, emblema y paisaje.

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