Chico, cómprate un pequeño pony. Ante la frase: «es la historia de una chica que descubre cosas en la adolescencia en los noventa, no me interesa nada», hace unos días, me revolví como si me hubieran tocado en lo más profundo. No hablaban de mí, aunque mi último libro va de chicas adolescentes en los noventa, y quizá por eso me sentí apelada, o porque fui una chica adolescente en los novena, o puede que tan sólo por puro feminismo. «Bueno, es que no es público objetivo porque una chica adolescente de los noventa le pilla un poco lejos», excusó otro de la mesa. «Pues nosotras llevamos toda la vida aguantando a señores que fueron adolescentes en la posguerra, o en los sesenta, contando una historia de descubrimiento que a veces era haber visto una teta, nos pillaba lejos, y aceptamos que lo llamaseis canon».
He sido una chica rara, nunca me han gustado los forracarpetas, ni las boy bands, ni tampoco la ficción romántica, pero sinceramente estoy hasta el moño de que sean cosas que se desprecien porque son, por lo que se ve, para chicas. Sólo por eso, la verdad, estoy dispuesta a defenderlas a capa y espada. Que vivan las swifties, maldita sea, porque en sus manos está el cambiar el mundo.
Las mujeres crecemos diariamente aplastadas por toneladas de información que nos dice que nuestros gustos no valen nada, y sobre nuestros gustos es donde se construye nuestra identidad en la adolescencia. ¿A alguien le extraña que muchas lleguen a la adultez confusas sobre sus propias capacidades? Muchas se adaptan, claro, somos animales sociales, y reniegan de su gusto por el rosa o por la novela erótica con highlanders. En público, por integrarse, para gustar. Se siente como culpa algo natural; las convenciones sociales de lo que es bueno y vale son artificiales, y por lo general dirigidas a hombres de mediana edad.
Así es como se diluye nuestra identidad, nuestra asertividad, nuestro liderazgo: diciéndonos constantemente que somos tontas o despreciables porque nos apasiona lo que nos apasiona.
Ojo, cuidado, que tampoco fue fácil ser una chica a la que no gustaba todo lo que le gustaba a las demás chicas. Por favor, cómo vas a combinar el cine de terror o los cómics con la Barbie. Pues sí, así somos los seres humanos: complejos. No tengo por qué pasar un examen para unirme a tu súper club especial y ser la Pitufina de un mundo en el que sólo hay tíos. No me convierte en un mirlo blanco tampoco el que resulte que paso ese examen que no me deberías haber hecho. No me siento especial por no ser «como las demás chicas». Yo lo que me cuestiono es qué maldito problema tienes con ellas, y si no partirá todo de que, en el fondo, algunos hombres, niños, adolescentes cisheteros, también aman el rosa, la Barbie y a Taylor Swift. Estadísticamente, si hay chicas a las que les gusta lo que se supone masculino, también habrá chicos que hubiesen deseado a mi pequeño pony. Imagino que nos odian por poder vivirlo con libertad, y por eso lo desprecian y nos desprecian en público: para hacernos desaparecer.