Uno de los temas recurrentes en lo que escribo es la forja de la personalidad, o la búsqueda de ella. Me pregunto en qué momento exacto vamos a ser de una determinada manera, y si hay cosas que nos moldean sin remedio.
Creo que lo que seremos ya está muy presente en la infancia. Recuerdo cosas de mi yo actual que han quedado inamovibles desde entonces, y también otras que son una evolución o consecuencia directa de aquellas. También observo cómo gente a la que conozco desde que éramos niños hace o dice cosas ahora que tienen una lógica causa-efecto completamente natural con aquellas despreocupadas criaturas que fueron. Me interesa saber —y quiero pensar que así es— si la vida no consigue desviarnos del todo de lo que en un primer instante fuimos.
Sí creo que hay un gran momento de peligro en la adolescencia, cuando todos queremos jugar a ser algo distinto de lo que somos y probamos personalidades como si fueran trajes. En un momento dado, incluso yo jugué a ser una futura tradwife; creo que tenía alrededor de catorce y afortunadamente se me pasó. Quizá por eso la adolescencia es una tierra de nadie, una zona de paso, un lugar donde nuestras frustraciones pueden comernos, un espacio donde cabe la posibilidad de convertirnos en algo que disgustaría al niño de siete años que fuimos. Es el momento en el que peligran la empatía, la generosidad, los valores, en el que todo puede convertirse en una traición. La adolescencia está llena de ira, de tristeza y de muchas otras cosas que, de mayores, no queremos recordar. Por eso cometemos con nuestros hijos el error de fingir que no les pasa nada, justificamos sus errores, decimos «mi hijo no», dejamos en manos de otros que se den cuenta de qué traje quieren llevar el resto de su vida. Me parece un peligro que esos otros vengan dentro de una pantalla con no se sabe qué objetivos.
La personalidad, por lo visto, termina de forjarse a los veintiuno. Qué bueno sería que no olvidásemos entonces lo que era nuestra personalidad a los siete años, cuando todo lo demás no daba miedo. Bueno, qué bien estaría también que lo recordásemos al ser padres: lo difícil que era todo porque a los quince años parece que cualquier cosa durará para siempre y ahora, con internet, quizá así sea. Al menos, esa es la sensación tan angustiante que se produce: todo error permanecerá; todo éxito será de una determinada manera e inmediato o no será.
Si borras la capacidad del ensayo y error para hacernos mejores, tienes una sociedad de mutilados emocionales, de grandes exigentes y poco tolerantes a la frustración, llenos de dolor, de miedo, de ira, y con buenas razones. No sabría ser adolescente en la era donde todo lo malo que hiciste puede volverse en tu contra porque hay un vídeo que lo prueba, o incluso un vídeo manipulado para que quede por siempre un error que ni siquiera existió.





































































