De quejas y quejicas. Creo que hay cosas sobre nosotros mismos con las que venimos de serie, y otras que aprendemos. La vida que tendremos es un delicado equilibrio entre ambas, y no sé hasta qué punto una prima sobre la otra y de qué depende. Me pregunto a menudo de dónde vienen mis cosas, mis obsesiones, mis manías, si son hereditarias o aprendidas. En muchos casos es complicadísimo de saber, porque aunque reconozca que tal o cual cosa es de mi padre o de mi abuela, no sé si lo aprendí por repetición o si estaba escrito en algún gen por ahí suelto. Supongo que incluso esto, preguntarme estas cosas, debe ser una de las dos: lo vi y lo repetí, o estaba escrito en lo que soy antes casi de nacer.
Una de esas cosas que me pregunto de dónde saldrán es lo fácilmente que me saca de quicio la gente que sólo se queja y no hace nada por cambiar lo que le molesta. Me caracterizo por ser bastante paciente, pero eso es algo que me pone del hígado de inmediato, de forma irracional y definitiva. Puedo llegar a detestar a alguien sólo por eso si lo descubro nada más conocerlo. Si es una característica que se ha desarrollado con el tiempo, puede quebrar mi confianza en alguien que quería. Esto me ha pasado siempre. He llegado a odiar libros que son maravillosos clásicos según el criterio canónico, únicamente porque el protagonista se pasa la obra entera quejándose sin hacer nada por solucionar lo que produce el problema. Creedme, cuando una tiene esta línea roja, es increíble la cantidad de personajes de la historia de la literatura y del cine que puede detectar con este perfil.
Hace relativamente poco, descubrí que lo que me molestaba no era tanto la queja en sí, como que la inacción se debía a que el quejica esperaba que la solución llegase por vía ajena. Es decir, ellos merecían algo mejor pero no pensaban trabajar para conseguirlo, sino que les llegase por ciencia infusa o, con mucha más probabilidad, porque trabajasen los demás para hacérselo más fácil. A menudo, esperan que el resto pague por sus malas decisiones o defiendan lo indefendible para salvarlos, porque son los protagonistas de una de esas historias del cine y de la literatura que me ponen del hígado, claro, como si todos fueran especiales o, peor, niños. Y, como los niños sin tolerancia a la frustración, se cabrean cuando los demás no los salvamos.
A veces siento que las redes sociales han propiciado tanto una cultura de la queja, que la queja ha sustituido en muchos casos a la acción que soluciona. También, que esto propicia los populismos, que crecen alimentándose de la queja y del miedo a que nadie venga a solucionar lo que molesta en la medida en la que el quejica cree merecerlo. Por eso, también, son tan difíciles de vencer: tocan la tecla de la promesa descontrolada, como un enorme y chillón genio de la lámpara.