Desconocidos en verano. Me pregunto mucho cómo acaba la gente atrapada en relaciones que los hacen tan infelices, en su versión más simple, o que pueden llegar a ser incluso nocivas y peligrosas en su versión más compleja. Supongo que es algo que pasa poco a poco, que uno no se da cuenta en el día a día hasta que los lazos de la rabia, el estrés, el rencor, están tan apretados que no se ve la puerta de salida.
Hace unos años se puso de moda calificar si alguien suma o resta en la vida de uno para medir si merece la pena establecer o mantener una relación. A mí lo de medir las relaciones humanas en términos matemáticos me puede hacer gracia como anécdota, pero en el fondo no deja de ser una cuantificación artificial sospechosa de capitalismo salvaje. «Aportas o apartas», bueno, las relaciones humanas no son del todo así jamás, ya que no somos idénticos los unos a los otros, por lo que el esfuerzo que cada uno hace por una relación con otro ser humano no puede ser cuantificable en los mismos términos que el esfuerzo que ese ser humano realiza. Cada uno de nosotros es único, y por lo tanto aquello a los que cada uno da más valor y aquello que le supone más esfuerzo es diferente de persona a persona. Supongo que la clave es saber jugar al equilibrio, conocer lo que importa al otro, conocer el esfuerzo que le suponen ciertas cosas y apreciarlo.
En verano, las debilidades de las relaciones se ponen más de manifiesto porque, en ocasiones, las personas se han prestado tan poca atención que, cuando tienen que pasar más tiempo juntos se encuentran con desconocidos. Ya no saben quién es el que tienen enfrente. No reconocen a sus parejas, a sus padres, a sus hijos, y cualquier detalle nimio empieza a molestar hasta hacerse insoportable.
De un tiempo a esta parte he pensado que mi medidor de relaciones estropeadas no es tanto matemática como una cuestión de inventiva. Es decir, si me gusta más la persona cuando no estoy con ella que cuando estoy con ella, es que me la estoy inventando. Esto puede parecer una estupidez o una locura, pero creo que lo hacemos muy a menudo. Completamos las relaciones con algún buen recuerdo, con ese detalle que tuvo, con la benevolencia de los años, con una cierta idealización de algunas cosas cuando las personas no están, y eso es, en el fondo, inventar a esa persona, no prestarle atención. Ante la imaginación, la realidad suele quedar en mal lugar, por eso, con esas personas que hemos idealizado, nos decepcionamos en el encuentro.
La cantidad de veces que veo amistades rotas en verano, familias gritándose en vacaciones, amenazas de divorcio por esta época me da que pensar que, habitualmente, se han inventado sus relaciones y, por lo tanto, la realidad descubre a los seres queridos como inútiles, histéricos, vagos, tiranos o cosas peores, sobredimensionadas muchas veces por la sorpresa.