Soledad, qué bonito nombre tienes. Estos días, por diversas razones, he estado hablando mucho de lo difícil que resulta para mucha gente hoy en día establecer vínculos verdaderos, sinceros y profundos.
Por desgracia, a menudo veo, por aquello a lo que me dedico, a gente que utiliza los vínculos como método para conseguir cosas, de tal forma que sólo se hacen amistades si se puede sacar algo de ellas. La gente vende incluso la agenda que no tiene: dicen que son amigos de Pepito, que es súper importante, cuando en realidad una vez tomaron una caña con alguien que sí conoce a Pepito, sin garantías siquiera de que sean amigos. Hace ya muchos años, a mí misma me dijeron que no sabían por qué no me iba mejor, con lo bien relacionada que estaba (no era para tanto, pero habrían visto tres fotos con gente llamativa). Respondí que porque lo que ellos llamaban «buenas relaciones» yo lo llamaba «amigos», y que yo trataba de no abusar de los amigos, o no me consideraría digna de que me llamasen así. No sé cómo no vi el síntoma antes de que se convirtiera en infección.
Supongo que prefiero trabajar el doble que pedir favores, que se me cae la cara de vergüenza antes de pedir ayuda y sólo lo hago si ya es una cuestión más que desesperada, y que no me siento con el derecho a molestar a los demás, a sonsacarles información, dinero, relaciones o influencias. Ni siquiera se me ocurriría pensar que tengo derecho a exigir que mi familia o mis amigos me lean, que para muchos es lo mínimo.
Por desgracia, a colación de esto, he tenido la desgracia de ver cómo también se aprovechan de los muertos de alguna forma relevantes. Qué de amigos le salen a uno cuando ya no está. Qué tristísimo me parece que se encuentre la ocasión de figurar gracias al fallecimiento ajeno. Qué miedo vivir así, ¿no?
Me siento muy agradecida por tener vínculos fuertes con personas que no ansían mi agenda —de esos también tengo, no creáis—, que no utilizarán mi muerte para hacerse una foto y que darían un dedo por mí sin que se lo pidiera, sobre todo porque observo esa tristeza que lo cubre todo cuando la gente no se siente escuchada —cómo vas a escuchar si lo que estás pensando es qué puedes sacarle a tu interlocutor, o lo siguiente que vas a replicar— o cuando abre una aplicación para ligar y se siente como un trozo de carne en un supermercado. La consecuencia directa de habernos convertido en un producto, de ser nosotros mismos los que estamos en el escaparate en lugar de aquello que producimos, de ver natural que nuestra vida y nuestra intimidad esté aireada, de tener que vender más imagen que realidad tangible, es la competencia con los otros, y por lo tanto la soledad. Siempre me ha parecido un bonito nombre de mujer, pero qué triste es cuando no ha sido buscada. Qué triste si se contagia.