A veces me pregunto si la vida me da alegrías y compensaciones para no permitirme caer. O si, al contrario, me da los golpes justo cuando voy a recibir una alegría o una celebración para que no se me suban a la cabeza y no me crea la reina del mambo. No sé si a todo el mundo le pasa y, desde luego, soy muy consciente de lo cercano al pensamiento mágico que está, pero no puedo evitar el darle vueltas como si fuese uno de esos chicles de los ochenta que se quedaban enseguida sin sabor, pero nos resistíamos a desechar.
En el último año y medio he sufrido tres pérdidas muy fuertes, muchísimo, y por diferentes razones. Tres pérdidas con las que no he tenido ocasión de pasar un duelo por cómo cayeron en el tiempo y qué era lo que yo estaba haciendo en esos momentos. Las tres acontecieron justo antes de emociones positivas muy fuertes: mi boda, el premio Azorín, mi nombramiento como hija adoptiva de Castilla la Mancha; o bien en momentos tan agobiantes de trabajo, que no me han permitido sentarme y llorar, porque había cosas más urgentes que resolver. Me pregunto si no habrá sido también el trabajo un refugio para correr hacia delante y, en algún momento, me dará alcance una pena densa y oscura que me clavará al sofá. No lo sé. En cualquier caso, rara vez me permito estar triste o enfadada, rara vez me permito pasar un duelo de verdad y sólo voy notando la ira, la tensión, el estrés, o que me vuelvo más hosca y arisca. Incluso a veces, que trato de mantener yo, como respuesta, el ánimo del resto. Quizá, lo he pensado mucho, siempre encuentro algo que hacer en vez de dolerme.
Me pregunto si las penas acumuladas y no resueltas caen un día sobre uno. Si viven agazapadas en algún lugar de nuestro interior, afilando los cuchillos, o si tenemos capacidad para correr hacia delante eternamente, sin enfrentarnos a ellas. Me pregunto, en el caso de que esas penas me pillen por sorpresa, si estaré sola con ellas, si tendré que resolver yo misma como siempre hago. Supongo que en parte por eso siempre encuentro algo que hacer, algo en lo que refugiarme en vez de entregarme al dolor: porque no puedo soportar que el resto cargue con mi tristeza. Así que, al fin y al cabo, estaría sola con ella porque nunca la enseño, por lo que nadie sabría cómo ayudarme a enfrentarla.
Volviendo al pensamiento mágico, a veces pienso de forma por completo irracional, lo admito. No me gusta pensar de forma irracional, pero no puedo evitar que surjan ideas que no tienen base alguna en la realidad; no puedo evitar que se me figure factible que el dolor me haya llegado cuando tenía excusas para no regodearme, por lo que he tenido más sencillo mirar hacia otro lado. Hacia delante, donde los potenciales siempre son acogedores y no existe la tristeza.