Voy a empezar a responder, cuando me preguntan «el secreto de mi éxito», que soy una optimista irredenta.
Ya la preguntita tiene su aquel, porque asume que hay una sola cosa que hace que lo que emprendes salga bien. Perdón, no lo que emprendes, sino lo que la gente ve que has emprendido, que si no es un desastre garrafal que llame la atención, por lo general siempre es exitoso y no porque siempre se tenga éxito, sino porque lo que no lo tiene no trasciende. Es decir, nunca trascienden las horas de trabajo interminable, la angustia por no llegar a tiempo, los fracasos que se acumulan para que una cosa, sólo una, salga bien. Es decir, por cada éxito, hay un saco de fracasos de los que aprender. Por eso lo del optimismo, que sé que viste poco en esto de lo intelectual, pero que sin él, hace tiempo que me hubiese dado por vencida.
Lo normal es que la gente piense que lo que de verdad es serio y profundo es aquello tremendista, eso de que sólo vamos a peor, lo que hunde a cualquiera en la más profunda miseria si se abunda lo más mínimo. No se puede ser serio si se sonríe a la vida y se espera de ella lo mejor. Se piensa que un optimista irredento sólo puede ser un estúpido.
Hace años, me preguntaron que por qué sonreía siempre, y más que una pregunta era una acusación, la esperanza de que yo resultase ser una imbécil. No sonrío siempre, claro que no, pero que lo parezca implica un esfuerzo. Me deprimo, me canso, me cabreo, a veces no puedo con la carga mental o emocional, pero me esfuerzo en creer que las cosas pueden mejorar incluso en el peor de los momentos. Y os preguntareis por qué hago semejante cosa. La respuesta es simple: porque si no, no encontraría la razón ni la energía para mejorarlas. Creo que los optimistas son los que piensan que las cosas pueden progresar, y por eso lo intentan. Eso es lo que mueve el mundo. Señalar únicamente lo que no funciona no sirve de nada.
Imagino que todas esas cosas de autoayuda, mensajes de superación y tazas con frases motivadoras que parecen ignorar los verdaderos problemas diarios y culpabilizan al receptor de no haberlo intentado con la suficiente fuerza nos han hecho un flaco favor. Parece ahora que ser un optimista es pensar que todo se confabulará a tu favor si te esfuerzas lo suficiente, y que si fracasas es porque no has hecho algo bien. Esto, más que optimista es estúpido y, además, favorece la intolerancia a la frustración. Tolerar la frustración es lo único que de verdad necesita un optimista, porque la vida da muchísimos disgustos por sí sola.
Quizá eso es lo que tendría que responder a lo del secreto de mi éxito, que lo de la frustración lo llevo bien y que los fracasos —ay, si yo os contara—, no me han tumbado.