Estoy fascinada con el tema de Imane Khelif, una boxeadora a la que acusaron primero de ser una mujer trans, después de tener un gen Y en alguna parte a pesar de ser mujer biológica y, por último, de tener un exceso de testosterona —hay más fases intermedias que no he retenido por resumir— que le daba una ventaja sobre sus rivales. Esto ha propiciado que todo el mundo pareciese tener un máster en genética, y he leído verdaderas barbaridades al respecto. Me parece el caso paradigmático de que, en la era de las fake news, todo el mundo debería poner en cuarentena la información recibida, en especial en un caso como este: si el COI la ha dejado competir será, digo yo, porque cumple con los estándares exigidos. Por lo que parece, todo parte de un informe de dudosa credibilidad que no tiene nada que ver con el COI y que mucha gente ha tomado por verdad verdadera sólo para difundir discursos de odio. Precioso todo.
Esto me ha hecho pensar si no tendrá algo que ver en la viralidad de este tipo de noticias malintencionadas lo que yo considero uno de los peores males de nuestro tiempo —no soy una de esas personas que cree que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino de las que está segura de que cada época tiene sus males a analizar—: el fenómeno FOMO.
La FOMO es el miedo a perderse algo, a no estar presente. Es esa neura que uno tiene a que la fiesta empiece justo cuando se ha salido por la puerta. Es el estrés por estar en todos los sitios a la vez —a pesar de lo útil que sería la bilocación, no está patentada—, y ante la exigencia de elegir, elegir mal. Creo que este fenómeno, además de generador de una de una ansiedad estúpida basada en la envidia por las vidas que no se están viviendo, también es la causa del éxito de las noticias falsas que tanto daño hacen. No sólo queremos estar en todos los sitios, sino que nuestro criterio también importe. Esto obliga a opinar de todo, en especial si el tema ha generado una mínima polémica —no olvidemos que las noticias falsas están generadas para crear polémica o, en su defecto, caos y odio—, y opinar de forma inmediata. La inmediatez obliga a estar mal informado, a crear juicios absolutos basados en creencias y rumores no muy claros pero que, por alguna razón, se dan por buenos. Basta con callarse una semana para empezar a ver la realidad por debajo del ruido, ¿pero quién se calla una semana?
Ahora que voy a hacer cuarenta y dos, puedo compartir una de las enseñanzas que, a estas alturas, llevo como mochila: nuestra opinión rara vez es lo bastante importante como para compartirla; la mayor parte de las veces que nuestra opinión se comparte, hace algún tipo de daño. Quizá por eso me cuesta tanto cada artículo y no puedo evitar escribirlos con algo de remordimiento.