Parte de mi trabajo consiste en observar activamente a los que me rodean, comprender qué quieren decir cuando callan, escuchar aquello que ocultan, trazar los patrones repetidos que unen a unos seres humanos con otros sin que ellos lo sepan para, después, decantar todo eso y hacer que un personaje sea creíble y que su comportamiento tenga algo de universal; incluso cuando lo universal sea el rechazo que cause, algo de universalidad debe haber.
Sin embargo, por mucho que me esfuerce, hay tipologías que me cuesta entender. Por ejemplo, la de aquellos que sólo pueden sentirse realizados cuando humillan a los demás. Hablaba el otro día de la soberbia, pero creo que esto, en realidad, es resultado de un ego frágil. Una persona segura de ella misma, no necesita pisar cuellos para sentirse alguien. Un soberbio se puede comportar como un tirano, pero su necesidad proviene de que todos los demás vean lo maravilloso que él mismo se cree. Sin embargo, siento que esos que sólo son capaces de relacionarse poniendo zancadillas para correr más que el resto, en el fondo las ponen porque no confían en su propia capacidad y opinan que, para medrar siendo mediocres, únicamente pueden opacar el brillo ajeno.
No los entiendo, pero los reconozco de inmediato: saben a quien pegarse, son malvados con aquellos que creen que no les aportarán, hablan muy mal del resto para lucirse, reconocen el poder y no paran hasta que se mimetizan con él. Me pregunto si nacen así, porque últimamente he tenido el disgusto de encontrarme con alguno sumamente joven. Los suelo violentar, creo que porque miro muy de frente y no tienen nada que pueda tentarme. Eso, para mi desgracia, permite que los pueda estudiar con poco detenimiento; me rehuyen. Así que mi comprensión del tema se ve constantemente frustrada.
Antes pensaba que a todos les llegaba el día en que la vida les daba un revolcón. El mundo es muy pequeño, y dejar un rastro de cadáveres tiene poco recorrido. El hablar mal de todos mina la credibilidad de cualquiera. Si, además, eso está unido a una patente mediocridad, me daba la sensación de que el universo hacía justicia poética más pronto que tarde. Quizá soy una optimista, porque me he dado cuenta de que estos mediocres aterrorizados, estos maledicentes y trepas, unas veces tienen lo que se merecen y otras, muy al contrario, consiguen agarrarse a un puesto de poder como una garrapata. Decía un amigo que, a partir de los cuarenta, cada uno tiene la cara que se merece. Pensaba que sucedía lo mismo con estos personajes, pero con el lugar que ocupan en el escalafón social que desean. No es así.
En general, para lo único que suelen tener un talento incuestionable es para llevarse el mérito de las virtudes de los demás y para cargar a los demás con sus propios fallos. Todos conocemos a alguien así. Todos conocemos a alguien de quien nos preguntamos: y este patán, ¿cómo ha conseguido ese puesto?