Primera Sangre y el pecado de soberbia
Quizá una señal de que envejezco mucho más deprisa de lo que querría admitir es que cada año que pasa soporto menos la soberbia. De la soberbia nadie se libra, supongo, y mi falta de tolerancia a sus manifestaciones más ostentosas la achaco a la vejez porque, ¿quién no ha tenido una adolescencia o juventud soberbias? Por eso, a menudo, me dan ganas de agradecer a los que me aguantaron en aquellos años que lo hicieran. Con el paso del tiempo, veo algunos de mi actos y los considero vergonzantes. Imagino también que a todo el mundo le pasa.
Supongo que soy tolerante todavía con la soberbia juvenil porque me parece casi un trámite inevitable. Cuando se es joven, se cree uno en posesión de todas las verdades absolutas, y luego ya es la vida la encargada de relativizar todas las certezas. Lo que no puedo comprender es la soberbia generada, engordada con el tiempo y el poder.
Por mucho que me niegue a pensar que el poder corrompa, ahí está el caso de Rubiales para desmontar mis esfuerzos por conservar la inocencia. De todo, por encima del beso diría yo, lo que más me indigna es la vergonzosa puesta en escena para dejar claro que no piensa dimitir. Eso es un defecto mío: lo del beso es como si el dueño de una inmobiliaria besase a sus agentes de ventas cada vez que colocasen una casa carísima; o bien, y me da la risa pensarlo, como si el dueño de la librería donde trabajé, se personara allí y me besase al recibir el porcentaje de aumento de beneficios desde que me contrató. Está mal. No creo que tuviera una intención sexual, o al menos no creo que pueda demostrarse tal cosa, pero la euforia no justifica un abuso de poder. Eso no se hace y ya está. Jenni Hermoso no estaba en situación de negarse o defenderse. Por eso, todos somos Jenni o todos deberíamos serlo; aunque, si he de ser sincera, hubiera preferido un #todossomoshermoso, porque estoy harta de que nosotras tengamos nombre y ellos apellido. Sin embargo, reconozco que, si Rubiales caía por un beso después de lo de la Supercopa, me hacía un poco de gracia casi como justicia poética, y quizá eso amortiguase mi indignación por el hecho en sí, que se multiplicó por millones con su comparecencia. Después de esa comparecencia, estuve de mal humor todo el día. Es la soberbia del poderoso.
Por desgracia, así funciona el mundo: los poderosos se creen con el poder suficiente como para manifestar su soberbia sin avergonzarse, y eso me resulta repugnante. La gente que se cree impune y con derecho a todo me saca de mis casillas. Ataca algún sentimiento visceral que no soy capaz de racionalizar. Quizá, simplemente, mi educación judeocristiana se manifiesta de formas impredecibles y el pecado de soberbia saca a la moralista que llevo dentro; que todos llevamos dentro. Aunque siempre dudo si el moralismo no será, también, un pecado de soberbia.