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Ser o no ser (optimista)

María Zaragoza

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Me fijo en que mucha gente intelectual, o pretendidamente intelectual, usa la queja como comodín. Todo está mal, todo era mejor antes, ningún libro es bueno hoy en día, internet nos ha vuelto tontos, la juventud es un desastre, la novela ha muerto… No puedo evitar que mi obsesión analítica sospeche que en realidad nada de eso les molesta, o que al menos no les molesta tanto como parece, pero que creen que la queja queda inteligente de cara a los demás.

Hay una suerte de pseudo-tradición que dicta que el pesimismo, el mal genio, la queja indiscriminada y el cabreo sistemático son fruto de un análisis inteligente y pormenorizado. Y no digo yo que en algunos casos no lo sea, pero en otros, si se analiza lo dicho, se ve que no hay una idea original detrás, que no hay un examen exhaustivo de los datos y que sólo se repiten una y otra vez las mismas chorradas catastrofistas. La novela lleva muriendo más de cien años, figúrense, y aquí seguimos. También el libro electrónico acabaría con el papel, pero por el momento no sólo no lo ha hecho, sino que sigue habiendo escobas después de que la aspiradora se inventase.

Me pregunto por qué no se dan cuenta los que usan la pataleta para quedar como más listos —mirad qué perspicaz que se ha dado cuenta de que vamos derechos al Apocalipsis— de que las pataletas, el apasionamiento sobre un futuro incierto y unas posibles consecuencias terribles de la deriva de nuestras acciones presentes es precisamente lo que se utiliza para asustar a la gente y que, por miedo, actúe sin reflexionar. O, peor, que no haga nada por culpa del desencanto.

Una vez oí a alguien decir que no podía con los optimistas porque no hacían nada para cambiar las cosas, que eran los pesimistas los que cambiaban el mundo. Le dije que ser optimista no significa regocijarse en la comodidad, sino creer que las cosas pueden mejorar. El pesimismo tiene el peligro de atraparte en la inacción, porque si crees que todo irá a peor, ¿para qué actuar? Hace falta tener esperanza para hacer algo. Si yo pretendiera ir de intelectual —el universo me libre de caer en la tentación—, y no fuera medio optimista, me da la sensación de que lo fingiría. A veces lo finjo incluso conmigo misma para moverme a cambiar las cosas que no me gustan, para tener energía para creer en los cambios a mejor.

El problema es, quizá, que no encontramos un punto medio entre los mensajes estúpidos de autoayuda que dictan, erróneamente, que el único obstáculo para el triunfo es uno mismo (cuando lo lógico sería decir que «al menos no seas un obstáculo para ti mismo, que ya la vida misma te dará suficientes disgustos»), y el cabreo indiscriminado que sólo protesta sin aportar soluciones que no pasen por viajar al pasado. Habría que preguntarse por qué encontramos ambas cosas, tan extremas, o reconfortantes, o inteligentes y admirables.

María Zaragoza                                                                                                                                                                                                      Primera Sangre

 

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