A veces me pregunto si no tendré rencor por no haberlo tenido más fácil para conseguir hacer lo que quería. Me lo pregunto porque soy consciente de que no ser hija de, no ser de capital, no haber nacido enchufada o no tener dinero de familia son cartas muy distintas a las que repartirían un sí detrás de otro. Yo no conocía a nadie —a nadie de los que se supone que hay que conocer— cuando comencé. Al hacer la primera entrevista para una beca, recuerdo que me preguntaron si tenía amigos escritores. No, ninguno. ¿Y a qué se dedican tus amigos? No sé, algunos estudian. También tengo una amiga herrera, un amigo camarero…
Recuerdo la sonrisa que se le escapó a uno de los que me entrevistaban ante mi completo desconcierto. ¿Por qué iban a querer saber en una beca a qué se dedicaban mis amigos? Siempre he pensado que valoraron que fuera una «salida de ningún sitio», que es como llamo con ironía a los que, de repente, surgimos como una seta en un bosque donde todo el mundo, previamente, ya sabe quién es todo el mundo y de qué semilla brota.
También están las otras cosas, claro. La dislexia y discalculia que no me diagnosticaron hasta la mayoría de edad. Tener que estudiar, trabajar y escribir a la vez, porque no había dinero. El ser chica, porque eso era un hándicap. Recuerdo que entonces estaba deseando envejecer porque era muy consciente de que a las escritoras se nos empezaba a tomar en serio cuando se nos dejaba de ver como a chicas monas.
Me pregunto cuántas se habrán perdido por el camino para no tener que aguantarlo. Cuántas habrán desaparecido sólo por cada pequeño desengaño, cada pequeño desplante, por tener que lidiar ellas solas con muchas cosas que seguramente callaran. Y, la verdad, es que eso es lo que me hace pensar que no guardo rencor, aunque siempre vaya a tener palos en las ruedas: pienso en los que se han caído por el camino por tener circunstancias semejantes a las mías, u otras peores, rara vez pienso en mí como en alguien que lo ha tenido difícil. Tengo que esforzarme para pensarlo, aunque vea sus consecuencias todos los días; sé las razones por las que sigo teniendo algunos caminos vedados y soy muy consciente de los sacrificios que hago. Pero lo cierto es que me considero afortunada por haber tenido la ocasión de pelearlo.
Tener todo el camino allanado no es garantía de nada. Habitualmente, vemos las caídas en desgracia de gente que aparentemente lo tiene todo. Se hace espectáculo con ello porque le gusta a quien sí siente ese rencor.
Me interrogo sobre si yo lo siento porque no me gustaría. Mis palos en las ruedas son míos, y con ellos he aprendido a pedalear. Si no los tuviera, puede que volara, pero también sería otra. Alguien que, quizá, no saborearía cada escalón como yo lo hago. En eso, por ejemplo, sí que soy afortunada.