A menudo me dicen que soy inocente o que no tengo picardía. O, peor, que me falta mezquindad. Lo suele hacer gente que me quiere bien y que entiende que no aceptar la maldad del mundo es un acto de inconsciencia que me puede llevar al desastre. Sin embargo, he de decir que no es tanto inconsciencia como supervivencia. No podría seguir viviendo si contase con la envidia, la mezquindad y la maldad gratuita como intrínsecos del ser humano. Algo en mí se defiende no aceptándolo, sencillamente, y de ahí a la incomprensión hay sólo un paso. No acepto y por tanto no entiendo.
Hay una cierta condescendencia en esa manera de llamarme inocente. Probablemente otro pensaría que es como llamarme idiota, que es a lo que suena, no lo niego. Pero teniendo en cuenta que suele ser gente que me respeta y me quiere la que lo dice, entiendo que lo que pretenden es protegerme del momento en que vengan a apuñalarme a mí.
Soy perfectamente consciente, y supongo que lo saben, de que todos hacemos daño alguna vez queriendo, de que todos somos el villano de la película de alguien, de que todos nos arrepentimos de haber sido crueles o de que se nos fuera alguna situación de las manos. Lo acepto cuando soy la villana y también cuando soy la víctima. No me asusta. Simplemente no puedo vivir pensando en ello, adelantándome, previniendo un desastre que no sé si llegará.
No me cuesta empatizar con la gente. A menudo, en este mundo de blancos y negros radicales, se me echa en cara que empatizo «con la gente equivocada». Pero no lo puedo evitar. Cuando conozco a alguien, casi de inmediato, conecto con sus virtudes, veo qué hay de bueno en ellos. Pocas veces me ha pasado no ver nada. ¿Por qué entonces ese dar por hecho que el ser humano es envidioso y mezquino por naturaleza?
Decía Boris Vian que parece que las masas siempre se equivocan, pero que los individuos siempre tienen la razón. Es posible que, al diluirnos en el grupo y perder el sentido crítico individual, nos convirtamos en ese hombrequeesunloboparaelhombre; con la salvedad de que los lobos son ejemplares en su convivencia y se ponen siempre al servicio de la manada. Esa metáfora siempre me pareció poco informada.
Mi acto de inteligencia, quizá, en contraposición a esa inocencia paternalista que me viene impuesta por parte de aquellos a los que preocupo, sea pensar que esa envidia, esa mezquindad, ese mal gratuito del que hablan sea culpa de la necesidad de aprobación por parte del grupo. Del «grupo adecuado» para más señas. Que por esa necesidad de aceptación y pertenencia se hacen estupideces cada día me parece cosa sabida. Por lo tanto, elijo la inocencia a la hora de mirar al individuo y el precio a pagar por esa libertad que me proporciona el que los grupos adecuados me importen un comino. Estoy con Vian en aquello de que las masas siempre se equivocan.