En los años que dediqué a preparar mi Quijote de 2004, hube de releer mi texto media docena de veces (si no fueron más) para asegurarme de que seguía fielmente el de las ediciones príncipe (1605 y 1615). A cada revisión, la tarea se iba haciendo más mecánica, menos intensiva, permitiéndome consolidar mis propias reflexiones sobre la inmortal obra cervantina. Desde luego, el Quijote es (o quiso ser) un libro de entretenimiento, con momentos de excelente humor, pero también subyace en él la perpetua batalla entre el idealismo y el materialismo, soberbiamente reflejados en los personajes principales: uno ambiciona la fama y el otro ansía simplemente salir de penurias y, de ser posible, vivir a lo grande sin sudar gota. ¿Quién no?
Y lo cierto es que don Quijote logra su objetivo; pero no como hombre de carne y hueso, no como Alonso Quijano, sino como esa genial creación literaria infinitas veces reproducida en todas las lenguas del mundo. ¿Qué más pudo pedir Cervantes a su pluma?
Y ya que hablamos de pedir a la pluma, mis consocios y amigos de la Sociedad Cervantina de Alcázar de San Juan me han encargado que escriba «algo inédito sobre Sancho Panza». Yo obedezco (y agradezco) el encargo, pues me permite decir la mía, que no recuerdo haber expresado antes por escrito, y aquí me ha venido de molde recordar el título de cierta película bélica de 2013 en la cual un reducidísimo comando se infiltra en una zona escarpada de Afganistán infestada de talibanes. A ello, pues.
Para mis adentros, siempre he creído ver en el Quijote una odisea, si bien nunca me entretuve en comprobar si el vocablo estaba debidamente aplicado. Hoy sí lo he hecho, y leo en el diccionario de la RAE dos definiciones que vienen como anillo al dedo: «Viaje largo, en el que abundan las aventuras adversas y favorables al viajero – Sucesión de peripecias, por lo general desagradables, que le ocurren a alguien».
Vale, pues, lo de odisea; pero en toda odisea épica que se precie hay héroes que mueren y héroes que sobreviven, quien deja fama y quien no. La nuestra sólo cuenta con dos protagonistas, y lo paradójico del asunto es que el uno logra post mortem la enorme fama que habría querido gozar in vitam, en tanto que la memoria del otro, el que sobrevive, se diluirá en la inmensidad manchega. Incluso sus abundantes refranes tienden a perderse lastimosamente en el olvido. Pese a sus «muchos y buenos servicios», ni siquiera se le menciona en las últimas palabras que «el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma»: malicia del «autor arábigo y manchego» de la historia, porque «siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos…, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado». ¡Que injusta es la fama!
Pues yo quiero enderezar semejante tuerto, y digo que el gran Sancho Panza, el de «desnudo nací, desnudo me hallo», the lone survivor, es mi héroe del Quijote. Sobrevive para continuar la inexcusable empresa que para él, sólo para él estaba guardada. La inmensa mayoría de nosotros somos su reencarnación, cruelmente destinados a no dejar memoria más allá de una generación de familiares y amigos; pero eso no significa que hayamos sido inútiles para la sociedad que nos ha tocado vivir. Y esa es para mí la gran verdad, la gran lección que subyace en el libro de la primera a la última plana: en aquel ya algo decadente imperio español que llegó a conocer Cervantes, tan escaso de rutilantes héroes y grandes gestores como sobrado de corruptos, de ladronzuelos, de rentistas, de figurones y oportunistas «que ni quieren ni deben ni pueden trabajar», habrían de ser los anónimos Sanchos (y Teresas) quienes dejándose de cuentos sacasen sus familias y patria adelante con humildad y esfuerzo: nada nuevo bajo el sol que nos alumbra.
Enrique Suárez Figaredo
Sociedad Cervantina de Alcázar de San Juan